La denuncia por abusos sexuales presuntamente cometidos en los años 90 por el actual obispo de Cádiz y Ceuta examina de nuevo la firmeza y fiabilidad del sistema de responsabilidad establecido por la Iglesia tras los escándalos del pasado. Por delante persiste la presunción de inocencia que asiste en el ámbito civil, penal y canónico a cualquier acusado de un comportamiento reprobable o delictivo. Igualmente es oportuno que el caso sirva para poner sobre la mesa la necesaria reacción colectiva ante un fenómeno, el del abuso a menores, que no es ni mucho menos exclusivo de la Iglesia católica, pero cuya recurrencia acreditada en el pasado llevó al propio Papa Francisco a exigir respuesta y a establecer protocolos de investigación y gestión de las denuncias con las garantías debidas y la necesaria cooperación de sus jerarquías. Sin anticipar una condena, la concreción en la descripción del caso por la supuesta víctima y los datos aportados han sido suficientes para que la máxima instancia vaticana en el Estado –el tribunal de la Rota de la Nunciatura apostólica– haya acogido el caso para su esclarecimiento. Ante estos hechos, sus diferentes planos se hacen explícitos en boca de los representantes de esa jerarquía.
La verosimilitud de la denuncia era destacada por el presidente de la Conferencia Episcopal, monseñor Luis Argüello; el dolor de la comunidad católica por un drama que se vive en su seno fue el punto de vista destacado por el arzobispo de Madrid. Pero también la negación inmediata del hecho y la calificación de falsas y graves las denuncias llegó desde la diócesis de la que es titular el obispo señalado. No es tiempo de corporativismo, como no lo es de condenas anticipadas. Es tiempo de consolidar un firme ejercicio de convicción social para combatir actitudes basadas en el uso de una potestad abusiva desde posiciones de superioridad. En cualquier instancia, pero en este caso, en la Iglesia. Desde una perspectiva del derecho y la preservación de las libertades, un caso de esta naturaleza, en una comunidad en la que lo emocional y la confianza es tan central, contiene –de acreditarse– componentes agravantes. No cabe la sumisión ni la mansedumbre sino la rebelión ética y contundente desde el propio ejercicio de la responsabilidad inherente al liderazgo moral que ejerce una comunidad religiosa.
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