¿Qué más tiene que fallar para que las cosas cambien? ¿Cuántas mujeres más tienen que morir solo por ser mujeres? ¿Cuántos menores tienen que ser víctimas de una violencia que nunca deberían haber conocido? ¿Cuántos fallos más tiene que tener la Justicia en su haber para que la balanza se incline de una vez por todas hacia el lado de las víctimas? ¿Cuántas mentiras hay por cada verdad detrás de un golpe, una amenaza, un puñetazo, un abuso, una violación...? ¿Cómo se mide el riesgo cuando lo tienes tan cerca como tu sombra y cómo se mide el miedo cuando te acompaña cada día? ¿Cómo ver y valorar desde fuera toda esa corriente de angustia interior; cómo tildar de “riesgo bajo”, de “denuncia incoherente”, de “contradicciones”, cuando tienes delante una víctima que no estás viendo, en lugar de ante la duda apostar por proteger? Las cinco muertes de esta pasada semana no son una cifra más. Ninguna lo es. Detrás de cada asesinada hay un relato tan duro como la vida que les han arrebatado. Juristas, abogadas, expertos, fiscales, políticas, juezas coinciden una vez más en que los protocolos no están funcionando y que la medidas no son suficientes. Piden más medios para poder ejercer una justicia más ágil y con perspectiva de género, una de las claves, porque esa, la falta de perspectiva de género, es una de las carencias que acaba matando.