un Estado genuflexo ante la familia de un genocida en complicidad con la jerarquía católica, con su meliflua diplomacia vaticana y su vidrioso derecho canónico. Cuán bochornosa imagen la de una democracia que no puede permitirse que Franco vuelva a ganar desde la tumba, bien porque sus restos sigan glorificados en el Valle de Los Caídos -concebido como un mausoleo al tirano- o todavía peor porque se trasladen a la cripta de la Almudena como plantean los deudos del despótico caudillo en caso de mudanza forzosa, acercando al mismísimo centro de Madrid la osamenta objeto de exaltación ultra. De acuerdo con el espíritu de la Ley de Memoria Histórica, urge que el Gobierno introduzca las acotaciones precisas para que los nietos de Franco se vean abocados a reubicarlo en el panteón que poseen en el cementerio de El Pardo, donde se enterró a su esposa, Carmen Polo. Un lugar apartado y más discreto, menos propicio para un enaltecimiento del fascismo que en todo caso continúa con toda impunidad, por ejemplo mediante una fundación que incluso ha recibido subvenciones públicas. Porque ahí reside la verdadera afrenta, en que cuarenta años después no se ha procedido a una deslegitimación completa de un dictador erigido en un golpe de Estado, que además fue estrecho colaborador de Hitler y Mussolini en contra de las tropas aliadas. Así que los restos de Franco constituyen en realidad el síntoma de una gangrena fétida consistente en que no se han barrido los residuos de su régimen criminal.