han transcurrido ya dos semanas de juicio en el Tribunal Supremo contra los políticos catalanistas encarcelados por la consulta ciudadana del 1-O de 2017 y no se ha puesto sobre la mesa del tribunal ni una sola prueba que avale los delitos de rebelión, sedición, malversación y organización criminal que les imputan las acusaciones y por los que ya han cumplido más de un año de prisión preventiva. Al contrario, los interrogatorios a los acusados están evidenciando que las acusaciones carecen de esas pruebas para sustentar las tipificaciones penales que se les imputan. Incluso el presidente de la sala, el juez Marchena -nada sospechoso- lo ha dejado claro. Que pueda actuar así por aparentar las formas ante la lupa que tiene puesta la justicia europea en este caso no oculta la inoperancia de esas acusaciones. Y de la acusación particular del partido ultra Vox no hay nada que esperar ni que decir. Sólo está ahí para utilizar el juicio como instrumento de propaganda electoral. Quizá lo más llamativo no haya sido la capacidad de defensa de los acusados -se les supone-, sino la incapacidad de los fiscales y abogados del Estado para demostrar sus acusaciones. Y no parece que dispongan de esas pruebas bajo la chistera. En realidad, el proceso judicial y las penas que se les piden no tenían fundamento alguno y así está quedando demostrado. Desbarre más o menos en su intento de presionar al tribunal Felipe de Borbón. Nada de lo que ha hecho o dicho sobre el problema político en Catalunya ha contribuido a su solución o mediación, sino, en todo caso, a aumentar la pérdida de utilidad y credibilidad del papel que representa la Monarquía. Ahora se comprueba lo que ya se sabía desde hace meses, que la instrucción del juez Llanera fue desastrosa, incluso vulnerando en varias fases el derecho a la defensa de los acusados y forzando el veto a sus libertades y derechos políticos como electos. Llanera se inventó un relato político e ideológico de aquellos hechos sabiendo que el papel y la propaganda mediática lo aguantan todo, pero la realidad de un proceso judicial suele necesitar de pruebas y estas aquel auto imaginario no las puede aportar. Se forzaron al máximo los tipos penales para aumentar al máximo también las penas de cárcel, pero se hizo sin poder justificar el alcance real de los hechos que se les imputan. Ni, por supuesto, hubo otra violencia que la violencia policial que muestran y prueban miles de imágenes y vídeos. No sé que ocurrirá al final del juicio. Siempre escribo que la esperanza de justicia es el último obstáculo para la injusticia, aunque tampoco se puede confiar, vista la deriva de los altos tribunales, y siempre recuerdo el calvario kafkiano e injusto de los jóvenes de Alsasua, pero pudiera recordar otros. Aún así es, en este caso la evidencia de falta de pruebas que validen las acusaciones, el alcance internacional del mismo y el contenido político de todo el montaje contra los dirigentes catalanistas deben jugar a favor de un fallo justo. O incluso nulo. Por las muchas deficiencias que arrastra la instrucción previa desde el punto de vista de las garantías mínimas de una justicia democrática. Y porque creo que sólo la vía del diálogo político honesto, un juicio justo y no políticamente dirigido y la asunción democrática de un referéndum pactado que permita la expresión de la voluntad política de los catalanes y catalanas puede cerrar esta crisis que lastra al Estado.