para mí, lo malo no es soportar el calor: lo agobiante son las moscas. Han reaparecido estos días, al reclamo del sol, como turistas alemanes en Mallorca, en grupos organizados y con un moscardón, gruesote y zumbón, dando la nota. Las moscas son un insecto básicamente pelma; las puedes perseguir trapo en ristre, con un periódico doblado, con movimientos acelerados del brazo, creer que al fin las has alcanzado con un golpe certero porque tus reflejos son más rápidos, pero al poco te devuelven un vuelo rasante por la cabeza en un claro gesto de desafío. Las moscas carecen de sentido de la orientación: si les abres la ventana para darles libertad condicional tiende a buscar el fondo de la habitación como un recluso acomodado a su celda. No sé cuántos ojos tienen, pero hacen alarde de miopía aleteando para traspasar los cristales. Las moscas o descansan poco o tienen cambiado el ritmo biológico: mientras duermes disfrutan haciendo prácticas de aterrizaje en tu cara consiguiendo el efecto opuesto al de su prima la mosca tse-tsé. En esta difícil convivencia, ayer una se zambulló en mi vaso de vino mientras almorzábamos; la dejé ahí, en maceración, purgando sus pecados. Hoy afloja el calor, pero creo que mi guerra aún no se ha acabado. Quizá pruebe con más vino...