Creo que a nadie ha podido sorprender a estas alturas -ya se había filtrado indignamente a los medios- el duro alcance de la sentencia del Tribunal Supremo contra los políticos catalanistas con penas de entre 9 y 13 años para la mayor parte de ellos por delitos de sedición y malversación. Que no hubo rebelión ni violencia ni organización criminal -que era posiblemente lo que hubiera gustado dictaminar al impulso de los titulares mediáticos y de la exageración política-, ni por tanto golpe de Estado alguno ya quedó claro en el juicio. En mi opinión, tampoco se presentaron en el mismo pruebas que avalasen las penas de sedición y malversación. Con las pruebas objetivas eximidas en las 51 sesiones del juicio, los acontecimiento ocurridos en Catalunya en otoño de 2017 protagonizados por los acusados no fueron más allá de un delito de desobediencia. Pero el castigo debía ser mucho mayor y para ello ha sido necesario buscar una tipificación penal que pudiera elevar la gravedad de esos hechos como vía para concluir con altas penas de cárcel que encubrieran el fiasco de la instrucción judicial del juez Llanera y el papelón de los fiscales. El Código Penal español, que ya es uno de los más duros de la Unión Europea, juzga conductas y hechos, no intenciones o posiciones políticas, y las conductas y hechos que protagonizaron los dirigentes catalanistas ahora condenados no son merecedoras de un castigo penal tan desproporcionado y brutal. Basta saber, por ejemplo, que en Alemania el delito de sedición fue eliminado hace casi 50 años por inconstitucional y no democrático. De hecho, el auto de los señores magistrados está trufado de valoraciones políticas y críticas ideológicas con apariencia de fundamentos jurídicos para sostener la conclusión final del delito y de las penas. La condena más burda es la de Carme Forcadell, 11 años de cárcel por permitir como presidenta del Parlament un debate parlamentario en sede parlamentaria. No tiene un pase democrático y dudo que lo tenga tampoco desde la legalidad en un Estado de Derecho. Es otro ejemplo de cómo las sucesivas reformas involucionistas del modelo penal en el Estado español -desde el endurecimiento progresivo del Código Penal, la Ley de Enjuiciamiento Criminal o la Ley Mordaza- han laminado derechos democráticos y constitucionales fundamentales como la libertad de expresión, de información, de asociación, de manifestación y de opinión y han minorizado los derechos civiles y políticos de los ciudadanos y ciudadanas. Y han acabado sustituyendo una justicia democrática y garantista por una justicia en la que el escarmiento, la discrecionalidad y la desproporción sistemática de aplicación de las máximas penas son ahora sus señas de identidad. Ignoro el recorrido judicial a partir de ahora de los recursos ante el Constitucional y Estrasburgo y la repercusión que esta sentencia pueda tener sobre los políticos exiliados. También ignoro el alcance de la reacción política y social en Catalunya. Pero estoy convencido de que esta sentencia únicamente contribuye a cerrar aún más las puertas que abren la vía del diálogo democrático que necesita como solución el problema político de Catalunya. Se ha condenado a dirigentes catalanistas -y señalado a millones de catalanes-, pero quizá también se ha condenado al mismo Estado español a un camino sin retorno en el que la regresión autoritaria solo puede ir a peor.