aun circulan por WhatsApp chistes sobre la exhumación del dictador Franco, ese ejercicio de surrealismo panhispánico iniciado técnicamente por los marmolistas Hermanos Verdugo. Que nada tuvo de broma, por el retraso en poner en su sitio al déspota y por el homenaje que le rindieron sus deudos a la vista de todo el mundo, esa estirpe a la que se profesa un trato distinguido en el país con más fosas comunes después de Camboya debido al gusto del abuelo por fusilar inocentes. Tan obscena exaltación de la tiranía franquista agrió una jornada histórica que debe tener su continuidad para antes que nada devolver a los familiares que así lo requieran los restos de las casi 34.000 personas que alberga el Valle de los Caídos. Una oda al nacionalcatolicismo que por fascista precisa de su desacralización como premisa para no derribarlo y articular allí un lugar de memoria democrática, como centro de interpretación laico asociado a valores de concordia y respeto al diferente. Al estilo del proceder de Alemania con el monumento a las víctimas del Holocausto en Berlín o con los campos de concentración nazis. Desde el presupuesto de que el promotor del Valle de los Caídos fue un golpista primero y un genocida después que concibió el mausoleo para perpetuar así un legado totalitario cincelado a sangre y fuego.