en muchos hogares habrá sido la última noche con visita de los Reyes Magos. Hay un momento en el que esa secuencia de golpes en puertas y ventanas, de luces apagadas, de gentes caracterizadas, de murmullos nerviosos con “ya vienen, ya vienen...”, todo el teatrillo que cada familia representa a su manera para sostener la ilusión de los más pequeños de la casa termina por desvanecerse. No se elige ni la edad ni el momento: los críos espabilan y la fantasía manda el atrezo al fondo del baúl. Leo en internet artículos que intentan razonar cómo y cuándo desvelarles a los txikis la verdad sobre quién entrega esos regalos. Incluso hablan de una etapa de pensamiento mágico, que se cerraría en torno a los 7 años, y que desde los 2 años abarcaría un periodo en el que los niños disfrutan de una creatividad asombrosa que les lleva a confundir a menudo la realidad y la ficción. Igual no hay que divagar tanto: es más natural que ese ciclo termine el día que encuentran los juguetes mal escondidos o en el colegio escuchan con asombro que los Reyes son los padres. Ocurre también que la primera pérdida de la inocencia afecta a los progenitores, no solo por comprobar que sus vástagos van creciendo, sino porque disfrutaban tanto o más que ellos recreando la fantasía que ya soñaron de pequeños. Y eso no hay amigo invisible que lo suplante.