an pasado 10 años desde que un gigantesco maremoto arrasó la costa nororiental de Japón y dejó tras de sí desolación y más de 18.000 muertos y desaparecidos. También destrozó la central nuclear de Fukushima, la mayor crisis nuclear desde Chernóbil en 1986. Como conmemoración en el décimo aniversario del desastre, el Gobierno de Japón aprueba el polémico plan de vertido de agua de Fukushima al mar, más de un millón de toneladas de agua contaminada. Japón alega que el controvertido plan, al que se oponen países vecinos como China y Corea del Sur, organizaciones medioambientales y el sector pesquero local, es la solución más viable y no representa peligro para el medioambiente o el ser humano. Vaya, que hasta este vertido es sostenible. Ya todo es sostenible siempre que implique un inmenso negocio. La palabra ya ha perdido su significado real. Sirve para expresar un significado y el contrario. Otro ejemplo del uso distorsionado de las palabras. Japón también argumenta que es una práctica habitual en la industria nuclear de otros países. De hecho, la contaminación nuclear de los océanos ha sido una práctica militar habitual, especialmente en el Pacífico. Basta recordar las imágenes de las explosiones nucleares en atolones responsabilidad de Francia o EEUU o de la vieja URSS en los años 70 y 80. O más cerca y por eso sin mar de por medio, la información que publicó el pasado domingo DIARIO DE NOTICIAS, a partir de informes de expertos de la seguridad militar de EEUU, que señalan al Polígono de Tiro de Bardenas como uno de los enclaves que tenía el Ejército estadounidense para que su pilotos practicaran ante un posible escenario nuclear. Qué hacer con el agua contaminada era uno de los problemas más acuciantes generados por el desmantelamiento de la central de Fukushima y Japón ha optado por solucionar el problema propio pasándoselo al mar. Y por derivación, al conjunto de la humanidad y lo hace por encima del Derecho Internacional y los Derechos Humanos. Su argumento político es que no hace nada que no hayan hecho o sigan haciendo otras potencias con sus residuos nucleares, que por supuesto callarán o apoyarán la medida. La información y opiniones sobre la energía nuclear tras Fukushima han ido marcando una frontera clara: la del pragmatismo supuestamente modernizador y la de la exigencia ética de someter el desarrollismo consumista y los beneficios económicos a los derechos ciudadanos. Y ahí se encuentra la línea de la seguridad. La realidad es que Fukushima y sus consecuencias aún desconocidas en su alcance real en el medio ambiente y en las personas -y más aún ahora con el vertido de más de 1,25 millones de toneladas de ese agua contaminada- reafirman la idea de que el concepto de seguridad nuclear es una contradicción en sus términos. La energía es una de las batallas en marcha en el modelo economicista de transformación que llega con este siglo XXI en el que con el modelo nuclear y fósil a medio plazo en retirada, las renovables y el hidrógeno aspiran a ocupar su lugar y las grandes productoras y distribuidoras, el negocio de la comercialización energética. Como todas las batallas de todas las guerras, dejará víctimas. De momento, al mar y a su hábitat marino les toca el agua contaminada de Fukushima.