o sé que pensarán los padres y madres de esos jóvenes que protagonizan botellones sin control ni educación alguna en vídeos y fotos. Hay análisis sociológicos que analizan las consecuencias y las causas en los comportamientos sociales que ha generado la pandemia del coronavirus que son de interés evidente. Porque está claro que hay un cambio social y global en marcha. Afecta a la política, al medioambiente, al modelo capitalista, al empleo, a la participación democrática, a la geopolítica internacional. También sobre los estados de ánimo que están impregnando poco a poco la convivencia. Parece sobresalir un estado de enfado. El enfado no es un buen estado de ánimo. No es un buen estado de ánimo porque en realidad solo aumenta los problemas. Al problema que causa el enfado se le añade el problema de enfadarse y a éste el de desenfadarse luego. Y casi siempre, o siempre, el punto de partida sigue siendo el punto de salida. Pero el enfado es humano. Es real que hay malestar y cansancio acumulados por la pandemia, que los discursos políticos tóxicos, la información basura, unas redes sociales convertidas en un inmenso vertedero, la incertidumbre económica, la inseguridad laboral y un futuro que visualiza un horizonte con más nubarrones que cielos despejados dibujan un escenario de transformación más inestable que seguro.

Más aún para una generación de jóvenes en nuestras acomodadas sociedades occidentales acostumbrados a vivir bajo parámetros de protección y privilegios. Hay un evidente pérdida de confianza y credibilidad de la política, de las instituciones, de las estructuras del sistema democrático y de los liderazgos. No es causal tampoco. Ni siquiera tiene como origen único la pandemia del coronavirus. Ya venía al galope una profunda corriente negra de acción política e intoxicación mediática buscando el desgaste de la democracia. La baja calidad de la política, la corrupción, la pérdida de imparcialidad de los poderes del Estado, el caos judicial en esta pandemia y la grosería ética y estética de las elites han hecho el resto para su expansión. Pero nada de esto justifica el estado de gilipollez que protagonizan grupos de jóvenes con alcohol y nocturnidad. Vale que son una minoría participando en esos actos en los que muchas veces la juerga acaba a golpes entre ellos, agresiones a los vecinos o botellazos y pedradas a los agentes de la policía. Pasa en Iruña y otras localidades de Navarra. También vale que el ocio y la convivencia de la mayor parte de la juventud en Navarra no deriva en basura, suciedad, vandalismo, vómitos, heces, alborotos o violencia. Pero hay imágenes y vídeos que muestran actitudes intolerables. El peligroso cóctel que forman el desarraigo social o familiar y el nihilismo que impregna a los jóvenes en las acomodaticias sociedades occidentales es otra señal de alarma.

Hay que incidir en la transmisión de los valores éticos de una cultura de la convivencia y la tolerancia y como reproche más que multas, horas de trabajo social y comunitario. Esa minoría ha recibido esos valores también se supone, pero no se ha enterado. Ese estado de gilipollez que bebe de la política de las cañas de Ayuso, de ese todo vale porque me da la gana que está por encima del sistema de libertades, derechos y deberes democráticos, de la política extremista y del negacionismo casposo es fruto del virus de la estupidez, no del coronavirus.