Se cumplen seis meses de la invasión de Ucrania por fuerzas rusas. La guerra continúa, sus consecuencias económicas y sociales también en el conjunto de la UE y se extienden a la geopolítica global y parece lejana la posibilidad de un final acordado. También se cumplen 178 días de la detención y encarcelamiento en Polonia del periodista Pablo González. 178 días incomunicado y sin atención letrada de su abogado de confianza. Incomunicado y abandonado a su suerte. La Fiscalía polaca le acusa de espionaje en favor de Rusia, pero casi seis meses después no ha presentado prueba objetiva alguna que avale esa acusación. No sé si Pablo González es un espía ruso o no, pero sé que quienes le han detenido, le mantienen incomunicado en la cárcel y acaban de prolongar otros tres meses su situación de prisión preventiva –un instrumento excepcional en la normativa jurídica europea–, siguen buscando esas pruebas que sostengan su intento de incriminar su trabajo y, por lo visto hasta ahora, no tienen pinta de conseguirlo al menos en breve. ¿Quizá porque no hay pruebas que puedan sostener una acusación que no es cierta? Entretanto, Pablo González sigue sometido a una detención ilegal que incumple la normativa europea que Polonia firmó y dijo asumir cuando se incorporó a la UE. Ya he escrito antes sobre el caso de este periodista y lo que implica para el ejercicio profesional de la información y el derecho democrático de la ciudadanía a la información. Como ya ocurriera con Assange o sucede con decenas de periodistas en el mundo. De hecho, otro periodista ha sido asesinado en México, 19 ya en este 2022. Creo que debiera escribir más sobre este caso. Entre otras razones para insistir en la débil e inútil respuesta del las instituciones europeas y del Gobierno español. Tampoco las instituciones de la CAV, donde reside con su familia, han ido mucho más allá de adoptar pronunciamientos de cara a la galería que tienen tanto de cumplir el expediente como de excusa para el desentendimiento de lo que le ocurra a Pablo González. Un mirar hacia otro lado dejándole en el abandono más inaceptable, sin derecho a una defensa y a un juicio justos en el caso de que hubiera causa para ello, cosa que está muy lejos hoy, 178 días después. Ambas premisas son el mínimo de la justicia democrática. Sin ellos, su situación es de una persona secuestrada. No solo están en juego los derechos que le corresponden a Pablo González como ciudadano europeo de nacionalidad española, sino una nuevo intento de desgastar la democracia europea. Su entramado garantista de derechos, libertades y deberes. La libertad de pensamiento y la información libre han sido distintivos de la cultura progresista y humanista frente al modelo moralista, asentado en un pensamiento único de pretendidas verdades absolutas. Ahora las instituciones democráticas europeas, su potente entramado político y jurídico arraigado en los derechos humanos y civiles es cada vez más un espacio vacío parecido al vacío del arte que descubriera Oteiza décadas atrás. Más democracia, no menos. l