Escribió un crítico taurino que “José Tomás no reaparece, resucita”. Es una ajustada definición literaria para expresar el tránsito entre la vida y la muerte que tantas veces ha recorrido el venerado diestro de Galapagar, molido a cornadas por su empeño de dominar con la muleta no al toro, sino a la Parca. A Joaquín Sabina su modo de leer la vida, de citar de cerca con los pies clavados en el suelo, le ha deparado varias cogidas, alguna tan grave como esas que se arreglan con estampa y escapulario en la enfermería de la plaza.

Como José Tomás, Sabina ha resucitado, con la voz de quien tragara cristales en cada frase, pero con la mística de un Lázaro que responde fiel a la orden: “Levántate y canta”. Ayer, sus fieles fueron a despedirle otra vez; porque las giras de los últimos años convocan a su gente pensando que puede ser la última, que su DNI oculta una edad de 76 años y la carretera y el escenario agotan.

Pero, como Antoñete, Sabina nunca se acaba de ir; con el torero del mechón blanco comparte la leyenda de golfo, mujeriego y bebedor que acompañó al matador madrileño. No lo digo yo, fue Luis Eduardo Aute quien le puso letra y música en la canción Pongamos que hablo de Joaquín: “Degenerado y mujeriego/Con cierto aire de faquir/.../No tiene más filosofía/Que el vive a tope hasta morir”.