Las derechas, tanto la política como la mediática, tenían puestas muchas esperanzas en el caso Belate. Durante meses han salivado con este asunto. Obcecadas por tumbar al Gobierno, vieron en estas obras un regalo caído del cielo para desgastar a Chivite. Cuando más alicaídas estaban, se encontraron con que en la adjudicación de la inversión más importante de la legislatura había un reparo no suspensivo y tres votos particulares.

No era cuestión de detenerse en las motivaciones de estas divergencias surgidas en la Mesa de Contratación. Era momento de pisar el acelerador, de memorizar el término corrupción y verbalizarlo en cualquier circunstancia. Ni siquiera el informe de Comptos, que no advertía irregularidades, hizo que UPN, PP y Vox se detuvieran siquiera un instante a pensar si realmente existían motivos para exigir la dimisión de Chivite. Se trataba de seguir picando piedra con un objetivo común. Mientras trataban de que la bola creciera, la irrupción del caso Cerdán, con revelaciones de que el propio político encarcelado podía tener participación en una de las empresas adjudicatarias, no hizo sino incrementar el caldo de cultivo.

Tampoco sirvió que la Intervención General subrayara que estamos ante un procedimiento limpio. Total, para qué dar marcha atrás si siempre hay quien compra baratos los bulos. No era cuestión de dar marcha atrás, sino de impulsar una comisión de investigación. Pero el tiro ha salido por la culata. Con las dos primeras comparecencias, el relato se ha caído como un castillo de naipes. Ha quedado claro que estamos ante una disputa entre ingenieros y juristas en las que no ha habido injerencia alguna del gobierno. Un palo en toda la regla para quien ha sostenido la teoría de la conspiración. De momento, toca tragarse el sapo. Más de uno debería mirarse en el espejo y pedir perdón por todo lo que ha soltado. Pero no lo harán.