está claro que entre las funciones que tiene el lenguaje (fática o de contacto, conativa, estética?) destaca la función comunicativa. Un texto es el resultado de un hablante que codifica un mensaje con la finalidad de que un receptor lo descodifique. En consecuencia un texto, aunque esté tejido con gran primor, si lleva consigo obstáculos para que el destinatario lo descodifique, es un texto inútil. Veamos este asunto con detalle en algunos textos que me he encontrado recientemente.
Salgo del otorrino y, como buen paciente, adquiero en la farmacia más próxima la prescripción médica: un medicamento que contiene vitamina A (no diré la marca comercial) y al llegar a casa, un servidor, que tiene esa rara manía de leer todos los textos que caen en sus manos, saca y desdobla el prospecto y se encuentra con la sorpresa de una especie de papiro extensible escrito por las dos caras con una letra diminuta. La primera idea que se me ocurre es que me han recetado un fármaco peligrosísimo y necesito ser informado. Pero, ¿tan peligrosa es la ingesta de vitamina A? Me pregunto: ¿a quién van dirigidos los prospectos? ¿A los médicos y farmacéuticos? No creo, puesto que la intensa y extensa formación de estos profesionales hace del prospecto un texto superfluo. ¿Al consumidor? ¿De verdad se creen los laboratorios o los redactores de los prospectos que una persona ajena al campo de la medicina o la farmacología va a leer un texto para el que, además de gafas, va a necesitar media hora para acabar malentendiéndolo debido a que está plagado de tecnicismos? Y si no van dirigidos al médico, al farmacéutico o al paciente, ¿a quién van dirigidos? Conclusión: debe de ser uno de esos misterios de la vida a los que no alcanza mi inteligencia? ¿Por qué no somos un poco más racionales y hacemos un texto sencillo, inteligible para una persona que haya acabado la ESO? ¿No bastaría con poner el principio activo, la posología, el laboratorio con su dirección y la recomendación de suspender y avisar al médico en caso de alguna reacción adversa? ¿Necesito conocer los excipientes y la literatura de terror que con frecuencia contienen los posibles efectos secundarios?
A continuación voy a misa (como verán uno está lleno de rarezas) y en determinado momento recitamos el Credo (un texto oral, pero texto al fin y al cabo). Bueno, esto es ya para salir por piernas. ¿De verdad entendemos lo que estamos diciendo? ¿Qué pinta en un acto de fe ese personajillo de Poncio Pilato, bajo cuya férula padeció nuestro Señor y que alguno de mis alumnos creía que era el emperador? ¿Por qué el Galileo resucitó al tercer día y no al segundo o al quinto? ¿Por qué después de crucificado, muerto, sepultado y resucitado tiene que estar sentado a la derecha y no a la izquierda de Dios Padre? ¿Porque a la derecha siempre se está mejor que a la izquierda? ¿Qué es eso de la comunión de los santos? ¿Una especie de vasos comunicantes a lo espiritual? Oigan, ¿y qué es eso de la resurrección de la carne? ¿Qué carne es esa, la carne jotera que tenía yo a los dieciocho años o esta que está dando ya señales de decadencia? ¿No sería mejor que la Iglesia, en vez de mantener un texto ininteligible para el creyente de a pie, nos preguntase a los creyentes qué creemos en realidad y lo expresase con los conceptos que manejamos en la cultura actual?
A mi regreso a casa abro el buzón y me encuentro con una carta del banco: la nueva tarjeta de crédito con tres folios por las dos caras con una letra muchísimo más diminuta que la de los prospectos, algo para liliputienses. ¿De verdad se creen los custodios de mis ahorrillos que después de devanarme los sesos con el prospecto de marras y de meterme entre pecho y espalda el galimatías del Credo estoy en condiciones psicológicas de leer este embrollo para el que previamente debería graduarme en Economía? Entonces hago lo que creo que es un acto de higiene mental: lo troceo compulsivamente y lo tiro a la papelera; que para sacar 50 eurillos de vez en cuanto no hace falta tanta mandanga.
Nada diré de la declaración de la renta que, a pesar de mis estudios superiores, nunca me he atrevido a realizar. O de la factura de la luz o del teléfono, que me parecen textos nauseabundos, escritos con la insana intención de que, después de aburrirte en el intento de entenderlos, hagas una especie de profesión de fe diciéndote: “Estará bien”; como aquella zorra de la fábula que, tras saltar en vano para alcanzar las uvas, se iba diciendo: “Bah, están verdes”.
Insisto: un texto es ante todo un instrumento de comunicación; por ello debe gozar de la propiedad de la cohesión y coherencia, pero también de la pertinente adecuación. No nos vendría nada mal dejar de hacer las cosas por inercia e introducir en nuestras vidas un poco más de racionalidad. ¿O se trata, con premeditación y alevosía, de que no nos entiendan?
El autor es profesor de Humanidades en Secundaria y Bachillerato