el desarrollo industrial tiene muchos componentes, además de los más obviamente económicos; básicamente culturales y sociales. No es, pues, algo intrínsecamente malo per se, como a veces pudiera pensarse al escuchar determinados mensajes catastrofistas. Gracias a la Revolución Industrial hemos conseguido un desarrollo industrial, sanitario, económico, alimenticio, turístico, cultural y educativo, inimaginable antes de la llegada de las máquinas. Todo lo cual podría resumirse en una afirmación tan cierta como poco aireada: nunca habíamos vivido más y mejor, aunque en los últimos años la crisis económica está golpeando a no pocas familias.

Hace sólo un siglo, en Navarra la esperanza media de vida al nacer era de menos de 45 años. En estos momentos, la esperanza media de vida al nacer una niña es de 86,8 años, y de un bebe masculino de 81,1 años. Lo que significa que las y los ciudadanos navarros casi han doblado la duración media de su vida en sólo un siglo, cuando durante milenios los seres humanos vivían en promedio de más o menos lo mismo: entre treinta y cuarenta años.

¿Cuál es el problema, entonces? Pues que ese desarrollo industrial, y sus consecuencias innegablemente positivas, se ha hecho a costa de elementos de la biosfera -recursos naturales de todo tipo: minerales, vegetales y animales- generando al tiempo componentes indeseables que englobamos bajo el nombre genérico de residuos.

La actual sociedad de consumo, imperante en los países ricos o más desarrollados, como el que vivimos, considera que son residuos desechables múltiples sustancias que, sin embargo, tienen valor, a menudo mucho valor. Por no reconocerlo así, nuestro problema es que ahora, de repente, nos ahogamos en nuestros propios desechos. Hoy en día hay quien mide, aunque no estoy de acuerdo, ni mucho menos, el grado de desarrollo de una sociedad por el volumen de basura doméstica que produce. El límite del superdesarrollo está en un kilo y pico por habitante y día? Tenía razón aquel sociólogo lúcido que describió a nuestra sociedad como la “sociedad del desperdicio”.

Por otra parte, Rene Thon, matemático francés fundador de la teoría de las catástrofes, abrió la puerta aquello de que el 20% de la población mundial disfruta del 80% de la riqueza total del planeta. Burda pero expresiva reducción a cifras de algo que ciertamente resulta mucho más tosco. Porque más ajustado a lo comprensible es aquello de los 225 hipermillonarios con más dinero que 2.500 millones de personas del mundo desfavorecido. Por tanto, un 47% de la humanidad posee tanto como el 0,0000004 de la misma. Lo cual nos extravía definitivamente por aquello de los ceros a la izquierda ya que, sin duda, están más bien a la derecha.

Algo más de comprensión de lo que nos pasa se puede extraer del juego de los veinte y los ochenta, que por sorprendente coincidencia nos acecha en otros muchos campos. Por ejemplo, esa es la proporción en que se derrochan los recursos naturales básicos para la humanidad. Quiero expresar que el 80% de los seres humanos no opulentos sólo desgastan los recursos de la vida en un 20%.

Más irracionalidad acude a este desgarro de las cifras, frías y mudas para tantos, porque, en sociedades como la nuestra, el 80% de los objetos, servicios y recursos que compramos y consumimos son utilizados solamente una vez. Lo que pone abundancia, sobre todo, en la basura, en el ruido y en la contaminación. Aunque ahora, tras la llamada “economía circular”, con la que se trata de desterrar la actitud de fabricar, usar y tirar y sustituirla por la de reducir, reutilizar, reparar y reciclar, cabe pensar que progresivamente esa situación irá cambiando.

Hay una nueva coincidencia, eso sí, fatal, entre lo que resulta útil e inútil de nuestro furor en lo que al gasto energético se refiere. Porque sólo el 20% de lo que se quema en nuestros motores, calderas, fábricas y, sobre todo, en los vehículos se transforma en verdadero ahorro de trabajo físico y en comodidad, que por supuesto nos merecemos. El resto, el inmenso residuo, de esta pésima eficacia va a parar al empeoramiento de la salud, que, invariablemente, tiene relación con la de la atmósfera.

Ante todo esto, la más que lógica conclusión es que no aplicamos una mínima coherencia en los proyectos de eso que, aunque lo llamemos progreso no quiere progresar. Porque aumentar la eficiencia, en todos los campos mencionados, nos haría más duraderos, sensibles, coherentes y por supuesto progresistas. Pero impera todo lo contrario: los grandes objetivos son seguir incrementando el abismo. Porque desde el 20 al 80 no hay sólo 60 puntos de diferencia, lo que se desploma por esa pendiente es, sencillamente la mejor parte de la condición humana, esa que más olvidamos: la racionalidad. Base de toda equidad, de toda ética.

El autor es experto en temas ambientales y Premio Nacional de Medio Ambiente