durante esta semana hemos estado pendientes de la incierta investidura o procedimiento por el que, según el artículo 99 de la Constitución, se elige por el Congreso de los Diputados al presidente del Gobierno, en primera o segunda votación, por mayoría absoluta o simple, según el caso.

La repetición de la palabra y lo enconado de su consecución por las posturas encontradas e irreductibles en su empecinamiento, con gran disgusto de los pobres votantes que no aciertan a comprender las líneas rojas y los odios que destilan, nos ha hecho recordar otras investiduras ya lejanas, pero tanto y más encarnizadas y siempre por análogos motivos: el logro del poder, absoluto, a ser posible.

Retrocedamos muchos años, nada menos que hasta los siglos XI y XII. El motivo de aquella fue un enfrentamiento entre el Papa Gregorio VII y el emperador alemán Henrique IV, a partir de 1073 y que duró hasta el 1122, con el Concordato de Worms. La causa de fondo fue la pretensión del emperador de nombrar o “investir” a los altos cargos eclesiásticos y, de paso, apropiarse de sus, a veces, bien dotadas haciendas y patrimonios. Ambos, Papa y Emperador recurrieron a todo tipo de recursos y procedimientos, sin excluir, naturalmente las armas. Esta genuina lucha por el poder, por el santo y la limosna, podríamos decir, ha pasado a la historia como La querella de las investiduras.

Ocurrieron muchos acontecimientos en periodo tan dilatado: así, en un momento dado, el Papa pareció prevalecer, utilizando el terrible en aquellos tiempos decreto de excomunión del emperador, que, curiosamente, como en el caso de Navarra en el siglo XVI y las famosas bulas de Julio II, llevaba consigo serias amenazas de que los nobles o monarcas vecinos aprovecharan para levantarse y deponer al emperador. Ante tales riesgos el emperador pareció doblegarse llegando a acercarse en un mes de enero, del gélido invierno de 1077, al castillo inexpugnable de Canossa, cerca de Parma, vestido de peregrino o penitente, para implorar el perdón del Santo Padre.

Nuestra investidura ni es tan decisiva para el destino del orbe ni esperamos que dure casi 50 años como las descritas, pero, como no podía ser menos se refiere también a la conquista del poder y sus privilegios y prebendas. Los contendientes para formar una coalición con los suficientes votos para superarla son, como sabemos, un partido que se dice socialdemócrata o sea de izquierda más bien lánguida o light, de capa caída en Europa por sus dudas identitarias, y otro, también de izquierda, esta vez más radical o puro, aunque con incongruencias llamativas como la adquisición de un chalet por sus líderes a las afueras de Madrid, que ya lo quisiera para si la burguesía acomodada.

Los líderes del primer partido, el tradicional y con amplia experiencia de gobierno, y que, a no dudar, ha aportado desde la Transición notables servicios a la democracia española, no se muestran ahora muy satisfechos de tener que compartir el Gobierno con el partido novato y más radical y proletario y parece que prefieren a veces aliarse con otros más distinguidos y con corbata de Hermes (hoy bastante en desuso, por cierto), a los que hacen guiños de complicidad, tratando de seducirlos.

Los radicales de izquierda del otro partido tienen, por el contrario, un aire más bien modesto o “de alpargata”, como se decía antes, son en general ilustrados y de carrera y varios con brillante bagaje intelectual y académico o destacados ecologistas. Como insisten en hablar de subir los impuestos a los ricos, fundar alguna banca pública, nacionalizar empresas energéticas, etc. La derecha los tacha sañudamente de ¡comunistas!, nada menos. Son además declarados enemigos de las “puertas giratorias”, lo cual produce pánico a los exlíderes del otro partido ya jubilados, pues varios de ellos son entusiastas partidarios de ese invento.

España es un país muy desigual en el plano económico y social, uno de los más desiguales de Europa, según las estadísticas, con sueldos enormemente dispares, muy bajos en sus tramos inferiores y muy equiparables, sin embargo, a nuestros vecinos acomodados europeos en los segmentos superiores. Como es natural, la desigualdad engendra clasismo y un cierto desprecio por los estratos populares o modestos, levantando barreras difícilmente superables. Esta puede ser una de las razones de la dificultad de formar una coalición en pos de la investidura actual, pero no la más importante, como a continuación veremos.

El mayor obstáculo lo representa, a nuestro juicio, el pretendido radicalismo del partido novato, con subida de impuestos a particulares de elevados ingresos y grandes empresas y eliminación de mamandurrias varias, de las que los círculos tradicionales del poder no están dispuestos en manera alguna a renunciar. De ahí que el partido hegemónico de izquierdas se muestre timorato y renuente a la coyunda, no sea que los del IBEX 35 se enfaden y tengamos un problema.

Es evidente que el Estado español necesita un reforzamiento de sus políticas sociales con elevación progresiva y acelerada de los salarios inferiores, muy desfasados respecto a países como Francia e incluso Irlanda y otros de nuestra órbita, apoyo a los jóvenes, sobre todo el sector de 19 a 29 años, como lo señala el catedrático de Barcelona, Antón Costas. Este reputado economista denuncia en un reciente artículo, en las páginas salmón de El País, el problema gravísimo de la pobreza juvenil. Dicho texto termina diciendo textualmente: “La sociedad española se enfrenta a un futuro lúgubre y paupérrimo, si no es capaz de afrontar con eficacia y justicia el problema de la pobreza de los jóvenes”.

No se pueden dejar de lado tampoco los problemas de los pensionistas, muchos de ellos con percepciones misérrimas, las ayudas de dependencia, la dotación adecuada de los servicios sanitarios, muy debilitados por los recortes salvajes del PP de Rajoy, así como la pronta búsqueda de una solución satisfactoria al tema de la subida alarmante de los alquileres de viviendas, entre otros problemas.

Todas estas necesidades necesitan una atención urgente, con aportaciones presupuestarias suficientes. Es preciso, por tanto, adoptar medidas de redistribución de recursos con una reforma fiscal que obligue a aportar más a los que más tienen. No hay otra manera y esto solo lo puede hacer un Gobierno genuinamente de izquierdas que sea honesto, austero, eficiente y decidido a erradicar la desigualdad, que luche contra el cambio climático, coherente con sus ideas y siempre atento a las necesidades de los más débiles.

Esperemos que, tras las dos intentonas de investidura fallidas por múltiples razones o excusas, sea posible llegar en septiembre a la constitución de un Gobierno de coalición así. Como receta: ¡menos egos y más programa!