l miedo igualador ante la amenaza de la invisibilidad pandémica ha puesto contra las cuerdas buena parte de su sistema que a día de hoy tenía a bien considerarse inmune a cualquier acometimiento en contra de su aciaga y pertrecha voluntad. Este es un miedo atávico, ancestral en muchos sentidos, consiguiendo hacer del otro, por su mera condición natural de ser orgánico, un riesgo y amenaza potencial. Buena parte de esta amenaza está basada en la involuntaria condición de ser probables portadores de un mal, convertida en tal recelo que como si de un torpedo dirigido a nuestra habitual línea de flotación argumental se tratara, consigue el efecto colateral de abordar un tema más, entre otros muchos que se puedan dar, de trayectoria finisecular: el referido al conocimiento y su envés, el desconocimiento. Una sociedad como la nuestra, que osa determinarse a sí misma como de la ciencia, de la técnica y de la comunicación, de ninguna de las maneras debiera haber permitido que la humilde carga vírica, por mucho que el propio virus sea la entidad biológica más abundante y común del planeta, surgida en un, para los occidentales, todavía lejano país como China, nos afectara de la forma en que lo está haciendo. Menos aún que sus consecuencias distorsione nuestros modos de vida basados en ese imaginario de la modernidad que induce a creer en el ordinario sometimiento de la naturaleza a las exigencias humanas.

Es esta, en ocasiones colaborativa y mayormente enemistosa interrelación del humano con el resto del fenómeno natural, la que diera pie al filósofo Carlos París en su obra El animal cultural (biología y cultura en la realidad humana), a buscarle un nombre, el de etosfera, consistente en ser "un nuevo medio humano en que cristaliza la cultura objetiva. [€] todo el universo de normas, prácticas, costumbres, que, legado por la historia, es revivido en presente. A veces expresado y formalizado en códigos escritos, también teorizado; otras, simplemente materializado y transmitido en prácticas múltiples, incluso en gestos, actitudes, que marcan el perfil del ambiente. Todo un medio de consecuencia sutil en algunos de sus aspectos, pero inmensamente operante pues troquela nuestra realidad. Mera herencia, peso inerte en las culturas tradicionales, conservadoras, es también un universo en crítica y transformación en las culturas dinámicas, abiertas." Todo él, abundando en el asunto, determinante de aquello que denominamos cotidianidad.

Ciertamente, lo que más parece irritarnos de la circunstancia generada por este tipo de situación dada a partir del brote epidémico es la traumática ruptura de nuestros hábitos de mediación con los diferentes ámbitos en los que se desenvuelve nuestra vida diaria: desde el trabajo al ocio, la educación y la asistencia; de obligada ausencia de los lugares de culto que no necesariamente tienen que ver con la religión, aunque también, así como de los modos del ritual favorecedor del intercambio y la comunicación. Este término, como bien apunta el autor, es acompañado por los de tecnosfera, en cierto modo lugar de la cultura material, y logosfera, referenciando a todo aquello que le es imprescindible al raciocinio como viene siendo desde la lengua, como instrumento de la interrelación para la transmisión de los saberes y conocimientos, hasta la cosmovisión que consigue ubicarnos en el mundo haciendo del nuestro un lugar donde estar.

Pues bien, la pandemia pone de actualidad la cuestión para la mayoría tiempo ha desaparecida, al menos al nivel de conciencia favorecido por la impronta ideológica de un cierto bienintencionado pensamiento naturalista, del hecho de que la denominada madre naturaleza, respecto de la vida en general y del hombre particular, no siempre se muestra bondadosa, pues no hace falta sino comprobar, a través de la fatídica hegeliana expresión, como "la muerte no es sino un derecho absoluto que la naturaleza ejerce sobre el hombre".

Primordialmente, por tanto, viene a ser esta cercanía sentida de la Parca el pandémico miedo desatado por la amenaza coronavírica. Si bien su deriva de manera subsidiaria tiene evidentes consecuencias sobre la trama etosférica, comprobando cómo en cuestión de horas el sistema, al modo de sencilla vuelta de calcetín, puede invertir el sentido que de la realidad tenemos mostrando la capacidad de tensionar la sociedad hasta el extremo de que lo que hace unas horas era intolerable vaya tornándose en un nuevo modo de cotidianidad. El aparente orden invertido, en todo caso, no es sino la transicional negatividad del propio orden, en este caso justificado por causa de fuerza mayor, de alarma sanitaria. Y al respecto, reflexionando sobre la esquizoide relación secularmente establecida entre naturaleza y cultura, inspirado en los autores clásicos, el filósofo ruso Lev Shestov llegó a comentar:

"Dicen que la naturaleza[€] observa con indiferencia el bien y el mal y es indiferente a todos los horrores que se abaten sobre el hombre.[€] Terremotos, guerras, epidemias, hambrunas, diluvios, ¿qué no ha habido ya en la tierra?, y, sin embargo, la naturaleza no ha dado ni una vez señales de piedad o comprensión.[...] Ahora bien, si el hombre inventara el medio para destruir todo el mundo, todo el universo hasta el último ser vivo, hasta el último átomo inorgánico, ¿la naturaleza también entonces se quedaría tranquila o, ante la idea de la posible destrucción de todo lo que ha creado, vacilaría, honraría al hombre con su atención, hablaría con él de igual a igual y haría concesiones?[€]una vez que se admite que es posible formular esa pregunta, todos deben aceptar que existe por lo menos la probabilidad de que la naturaleza se asuste y se avenga a revelar al hombre sus misterios."

Da que pensar el que este ensayo general al que asistimos impávidos tiene algo de banco de pruebas ante un premonitorio negro horizonte marcado por la visión apocalíptica de un bimileniarismo destructor.

El autor es escritor

Este es un miedo atávico, ancestral en muchos sentidos, consiguiendo hacer del otro, por su mera condición natural de ser orgánico, un riesgo y amenaza potencial