a situación de pandemia que vivimos, además de una tragedia humana, supone una gran crisis sanitaria, económica y social, ecológica, cultural y política. Como toda crisis, también es una oportunidad y nos ofrece algunos aspectos positivos. Hemos podido tomar conciencia, en mayor medida, de la interrelación y la interdependencia entre todos los seres humanos, y de los seres humanos con la naturaleza, y de la importancia del tejido social y de la solidaridad para afrontar una situación como la presente y para la búsqueda del bien común. Formamos parte de un mismo mundo, interrelacionado e interdependiente, en el que la búsqueda de soluciones individuales no es suficiente para afrontar con éxito la solución de los problemas. Más que nunca es necesario superar la cultura individualista imperante y reconocer el papel de la comunidad, de las instituciones, de los servicios públicos y de sus profesionales.

Como cristianos, vemos la necesidad de reafirmar los valores evangélicos más básicos: la fraternidad, la búsqueda del bien general o común, la equidad, la justicia, la atención a los más necesitados, la lógica del amor y del desprendimiento personal. Las presentes circunstancias, pese a todo lo negativo, son otra oportunidad de afirmar la vigencia del Evangelio, la fe en la vida como don divino y el amor manifestado en la persona de Jesús como bien presente y activo, fuerza que nos impulsa para seguir nuestro camino en unión fraternal con todos los seres humanos y con la naturaleza.

La fe, que no aporta soluciones mágicas, es más necesaria que nunca en tiempos de tribulación como los que vivimos. Ella nos añade motivación y sentido en nuestro compromiso vital, y nos interpela sin tregua. ¿Resulta coherente hacer ostentación de ser cristianos sin cultivar de verdad los valores evangélicos? ¿Conformarse o defender el injusto sistema en el que vivimos, vivir en la nostalgia de tiempos pasados de una Iglesia cerrada, centrada en la pura liturgia y ultraconservadora en lo religioso y lo político? Nuestra Iglesia, como institución, a menudo tampoco ofrece buen ejemplo sino escándalo, y de su mayor conformación al Evangelio todos somos responsables. En este ámbito eclesial la fraternidad debiera significar mayor sinodalidad y participación de los laicos, en particular de las mujeres. En todo caso, sigue siendo necesario mejorar el compromiso de los cristianos de a pie para renovar la presencia del mensaje evangélico en la sociedad.

Hemos de procurar llenar en lo posible el actual distanciamiento físico en cercanía espiritual y afectiva, superando el repliegue hacia el individualismo, con apertura de mente y corazón a la fraternidad universal. Somos cuidadores de nuestro prójimo y debemos seguir el ejemplo del buen samaritano, como muy recientemente nos recuerda el papa Francisco (Fratelli Tutti). Solo podemos vivir cristianamente la condición de hijos e hijas de Dios comportándonos como hermanos de todos sin excepción, con preferencia por quienes sufren más la pobreza y la necesidad. Más aún, la pandemia nos obliga a ser conscientes de la necesidad de cambio social hacia un mundo más justo y de conversión personal a una forma de vida menos egoísta, menos consumista y más austera para ser más solidaria con los más desfavorecidos y con la naturaleza.

Podemos redescubrir valores sencillos como la comunicación como remedio a la soledad, la cultura, la amistad, el cuidado de los otros y del medio ambiente, la humanización de nuestra sociedad. Hemos de aprovechar las oportunidades para potenciar valores éticos y espirituales sobre los puramente materiales que se han impuesto, con la economía y la ciencia al servicio de las personas, y no al revés. Es apremiante la necesidad de profundizar en una educación cívica y en la formación en los derechos humanos; de impulsar una conciencia social sobre la necesidad de abordar solidariamente los retos a que se enfrenta la humanidad, que pasa por potenciar servicios públicos y prestaciones sociales y responsabilidad fiscal; los impuestos no solo como contribución sino también como mecanismo de redistribución de los recursos. La fraternidad también implica políticas de inclusión y una actitud de acogida ante los inmigrantes. Debemos modificar el concepto de calidad de vida, excesivamente identificada con el mero bien-estar material o con una visión hedónica de la vida, orientándolo hacia un bien-ser personal y social. Hemos de aspirar a ser ciudadanos más humanos y humanistas, aptos para configurar grupos sociales más sanos y pacíficos, a caminar juntos, mujeres y hombres, jóvenes y mayores, para vivir y realizarnos plenamente.

El virus probablemente nos va a acompañar todavía un tiempo. Podemos aprovecharlo para la renovación y la reconstrucción personal y social. Como certeramente nos apuntaban recientemente en el Foro Gogoa (Pepa Torres),“la normalidad no es un lugar al que debamos volver, sino un lugar que tenemos que construir”. En nuestras manos está el perfilar el rostro humano de esa nueva normalidad.

Firmado en nombre de Solasbide - Pax Romana

Más que nunca es necesario superar la cultura individualista imperante y reconocer el papel de la comunidad, de las instituciones, de los servicios públicos y de sus profesionales

En todo caso, sigue siendo

necesario mejorar el compromiso

de los cristianos de a pie para renovar la presencia del mensaje evangélico en la sociedad