yer salí de mi estudio después de cuatro meses de reclusión, de una suerte de luto que no ha mitigado ni el peso del fracaso ni el dolor. Una vez más, mi condición de múltiple me ha abocado a la ruptura y a la soledad. Sí, ser uno y ser muchos al mismo tiempo me ha impedido conocer qué es primero en cada momento, el orden de prioridades que establece o, debe hacerlo, la consistencia de una relación. Aunque la presencia del caos en mi vida ha disminuido notablemente, no lo ha hecho de manera suficiente. Sigo siendo un ser caótico que se pierde en el laberinto fangoso de su propia confusión. Mi tendencia a la soledad ha influido notablemente en mi ruptura, una soledad que hace del silencio el núcleo vivo donde crecer hasta el declive, hacia el mundo de la senecta con la suficiente clarividencia para, dentro del caos conducirme hacia mí mismo de un modo calmo. Decidí salir de mi estudio porque uno no es ajeno a la vida de los otros y especialmente porque la hora había llegado y eso se sabe a estas alturas de la vida. Al subir en el urbano sentí esa emoción que anida en la novedad y que augura emociones nuevas, pequeños mundos ignotos que habían de presentarse sin preguntar, como fotogramas de un film en el que pese a mi condición pasiva, yo era el protagonista. Pagué al conductor que iba sentado en un pequeño cubículo y, al darme el recibo me alegré de que fuera una chica joven la que dominaba el enorme vehículo que iba a conducirme al centro. Aunque ya no es tan extraño me pareció un buen síntoma y un buen comienzo en mi viaje. Sentado en la última fila del bus, parapetado en mis gafas de sol fui observando cómo subían uno a uno los viajeros y de qué modo se había instalado en ellos la rutina y cómo también la incomunicación era un hecho quizá irremediable. Nadie hablaba con nadie. Cada cual asido a su teléfono móvil indagando no se sabe qué mundos virtuales, qué soflamas, qué ofertas, qué requerimientos de la publicidad y el negocio. Me dije: imposible llegar de este modo al tiempo de la senecta, a su sosegada sabiduría y, esta reflexión me impulsó a volverme de nuevo a mi estudio y no salir de él hasta el día del juicio. Es claro que no lo hice. Al llegar a la parada que me dejaba en el centro, bajé sin mucho entusiasmo pero me dije que si bien no me gustó lo que vi en el bus, nadie podía decirme que no hubiera espacios más amables donde convivir siquiera por una tarde. Sólo existe lo que uno cree que existe, ¿no es así? De modo que me apresuré a caminar por las viejas calzadas del barrio viejo. Se había convertido en una inmensa terraza donde un ejército de solícitos camareros danzaban con sus bandejas haciendo de ti un cliente potencial como se dice ahora de todo aquello que se presupone. El que una moderna terraza con parasoles gigantescos compartiera espacio con una iglesia del siglo XII era algo fantástico, de modo que sentado a una mesa pedí un helado de queso y arándanos. Deseaba que alguien se sentara a mi mesa donde yo le explicaría que entre el queso con arándanos y la piedra milenaria de la iglesia se establecía una corriente de empatía nada desdeñable y que ese era el motivo de mi presencia en la terraza en esa hora tibia de la tarde, primera desde mi encierro en mi estudio donde nunca pude degustar nada parecido a un helado ni el susurro generoso de una multitud de caminantes que, quién sabe si hacían algo más que caminar. No me arrepiento de mi salida que no fue precipitada ni meditada de un modo suficiente pero, he regresado a mi estudio donde reina el silencio y los atardeceres tienen la insondable querencia de una caricia en el alma.

El autor es escritor