ruz Roja Navarra en su reciente informe Percepción de la soledad de las personas mayores que viven solas en Navarra detectaba unas 29.000 en esta situación. El perfil de la persona vulnerable, con más riesgo de padecer soledad, concluye el informe de Cruz Roja, es el de un varón, que reside en la ciudad, con escasa actividad y sin red familiar.

Los cambios propiciados por las sociedades desarrolladas sobre la vida familiar, el mundo laboral o el uso del tiempo, entre otros, hacen que más personas experimenten soledad cuando envejecen. Sabemos que la soledad tiene un importante impacto sobre el bienestar personal, en especial en situaciones de vulnerabilidad y fragilidad que, a menudo, aparecen en los últimos tramos de la vida, pero no exclusivamente. Este diagnóstico me sugiere un cúmulo de reflexiones que quisiera recoger en estas líneas.

Seguramente el nivel de soledad o de los vínculos, tanto en personas de más edad como en otras, es un test diáfano sobre la salud comunitaria de una sociedad.

Se podría defender que una sociedad que produce comunidad genera protección ante las adversidades y las dificultades, que nadie está libre de experimentar en algún momento. Por contra, una sociedad que propicia personas aisladas crea sufrimiento, más allá de lo desarrollada que sea según otros indicadores al uso. Dos obras recientes reflejan la importancia de las conexiones o su ausencia en la vida de las personas. El reconocido documental La teoría sueca del amor describe a Suecia, una sociedad próspera, ejemplar en sistemas de protección social y prestaciones, como una sociedad con un bajo nivel de comunidad, con personas muy deficitarias en conexiones relacionales. Habla de una vida en soledad, frecuente y habitual para un gran número de personas, en especial para las mayores. También sugiere que es el horizonte previsible y esperado para otras muchas, incluso teniendo familia. En tal situación pareciera que se vive sin importar a otros, sin compartir espacios de intimidad, tareas y actividades agradables. Describe una sociedad donde importa tanto no molestar a otro, que ser anónimo para todos los demás parece una forma correcta de estar en la vida. Lo que el documental muestra sobre la forma de vivir y de morir en este país es realmente conmovedor. Sólo un dato: una de cada cuatro personas en Suecia muere sola. La otra obra, recién editada en España, de gran éxito en todo el mundo, es el libro del periodista científico Johann Hari, Conexiones perdidas. En un texto de fácil lectura, el autor rastrea las raíces de ese fenómeno, tan relevante en el mundo occidental, identificado como depresión.

Recogiendo estudios, entrevistando a prestigiosas figuras de la investigación y conociendo de primera mano experiencias en los más diversos y variopintos lugares del planeta, muestra que la desesperanza y la inquietud tienen que ver, en gran medida, con nuestra forma de vida, y la disminución de las conexiones en el día a día. El fenómeno parece aumentar en paralelo al crecimiento económico de las sociedades desarrolladas y opulentas y la vida en las ciudades. Una evolución que propició la desintegración de la familia extensa y luego el debilitamiento de la nuclear ante las exigencias de la vida actual, desemboca en la disminución de apoyos familiares, vida social, espacios y tiempos de intercambio con otras personas. Igualmente disminuyen las relaciones con el vecindario, la conexión con el trabajo y el sentido de ser útil, y también con la naturaleza, por mostrar solo algunos aspectos.

Esta creciente desconexión coloca a las personas en posiciones vulnerables cuando aparecen problemas inevitables como la enfermedad, la muerte de la pareja o seres próximos, el cambio de residencia, la jubilación, la emancipación de hijos e hijas, etcétera.

Ambas obras ilustran de manera nítida cómo una comunidad que desarrolla conexiones podría ser más saludable, protectora y acogedora. Para lograrlo no son necesarias costosas inversiones sociales.

Seguramente debemos ser proactivas alentando una sociedad que fomente dichas conexiones y apoyos que redunden, a su vez, en la mejora de la calidad de vida, protejan a las personas en sus dificultades y generen sentimientos de pertenencia. Hablamos de una sociedad donde las personas se apoyan entre sí, facilitando corrientes de empatía y solidaridad.

Las políticas públicas, especialmente las más cercanas a la vida de las personas, las municipales y de barrio, pueden contrarrestar esta tendencia de pérdida de conexiones.

Podemos pensar en fomentar espacios urbanos "amables con las personas" o actividades facilitadoras de los deseables encuentros, que permitan desarrollar las conexiones que nos hacen sentir útiles para algo o alguien. Algunos pasos en esa línea estamos dando. Para aliviar la falta de conexiones, de la que hablamos, desde el Gobierno Foral se han puesto en marcha en los últimos años, junto con las entidades locales y las propias asociaciones de mayores, programas para favorecer el envejecimiento activo, con actividades centradas en el autocuidado, el mantenimiento de las capacidades intelectuales, así como el ejercicio físico y el ocio activo.

Las mismas asociaciones de mayores son un importante cauce de participación social, socialización y realización de actividades que palian la soledad no deseada. También los Servicios Sociales realizan ya un relevante trabajo para detectar a personas que permanecen solas, apoyando su integración en las redes comunitarias existentes o para recuperar las conexiones perdidas.

En un sentido más amplio, como sociedad, es preciso que nos impliquemos en la creación de comunidad. En definitiva, alimentar redes de conexión entre personas de carne y hueso y actividades. Estas redes y vínculos son el mejor antídoto contra el abandono personal, la desesperanza y la soledad. Son el más potente escudo de protección social, de salud y solidaridad.

La autora es consejera de Derechos Sociales del Gobierno de Navarra