Todo está dicho, pero nadie escucha... (André Gide)

En la mitología, las Parcas eran cada una de las tres deidades hermanas, Cloto, Láquesis y Átropos, con figura de viejas, de las cuales la primera hilaba, la segunda devanaba y la tercera cortaba el hilo de la vida. Desde nuestra llegada al mundo, hasta el ineludible encuentro con las tijeras de la Parca, la búsqueda de la felicidad, esa partitura de belleza que improvisa la vida, sigue tropezando con la eterna torpeza humana empecinada en dificultarla, en ocasiones, hasta el paroxismo del horror, que no viene dado por los inevitables accidentes de la existencia, sino por aquellos que reiteradamente creamos. En sociedades que se exoneran a sí mismas, delegando toda la responsabilidad en el estado, siguen repitiéndose guerras, hambrunas, gobiernos totalitarios, fundamentalismos, extremismos, fanatismos y atentados terroristas, acercándonos a la lúgubre frontera de la deshumanización.

En nuestra bienpensante clase política hay carencia vocacional para entregarse con pasión al servicio de las libertades, que siguen sesgadas desarrollando la metafísica de la humillación y del secuestro de la dignidad mediante nuevas y sofisticadas formas de esclavitud, mantenidas con la tenaz renuencia de los poderes económicos a dignificar la vida. A nuestra vieja cultura occidental, tan levantada sobre las columnas de las convenciones, le resulta insoportable la sinceridad. Quien se arriesga a quitar el velo, a plantear lo que todos callan en un mundo que silba bajito, ensimismado, se le ataca y se le pide que pague su delito de sinceridad. Nuestro gobierno, sometido a Biden, sigue vaciando las arcas públicas, teme a las clases más burguesas e incide, con eufemismos y habilidades malabares, en los mensajes a la ciudadanía, de la que intenta captar los futuros votos que aseguren la permanencia de Sánchez, su secuestro del PSOE y la fe en un progresismo más onírico que real. Es preciso mirar de frente el desgarrón culpable de nuestras formas de vida con sus inválidas culturas. La función de la política es amortiguar las contradicciones que existen en la sociedad, pero cuando la política se transforma en un modo de vivir degenera su esencia, propiciando un nihilismo cuya única esperanza es que sea coyuntural, para no ir contra la especie. Si el ciudadano no siente cerca al gobierno en los malos momentos, difícilmente tendrán credibilidad las promesas de futuro. Mientras crece en España el número de desheredados del sistema económico y social, superando la media de la UE con un horizonte poco halagüeño, nos unimos al objetivo de engrosar la capacidad bélica de la OTAN, supuestamente protectora de la paz, cuya obesidad puede desembocar en un previsible infarto que la Parca, sonriente y agazapada, espera para alcanzar uno de sus históricos momentos de macabra gloria. Europa, cuna de la cultura occidental y del pensamiento filosófico, ha llegado a la triste conclusión e incierta necesidad de volver la mirada hacia el aparato militar, armándose hasta los dientes para defender nuestros valores y libertades, cuestionando la inteligencia humana y la capacidad de propulsar el auténtico progreso hacia un mundo más justo, donde el entendimiento solidario nos permitiera desarrollar nuestra existencia con mayor paz y armonía.

Los rompientes de la vida están situando a miles de seres en los oscuros senderos de la derrota, seres que un día pasaron de la acción a la resignación; hombres y mujeres instalados en la añoranza, en el fantasma de un pasado sin hostilidad que no presagiaba un futuro emborronado en los renglones del tiempo. “La pobreza es un gran enemigo de la felicidad humana. Destruye la libertad y hace impracticables algunas virtudes y sumamente difíciles otras” (Samuel Johnson). Se dispara la pobreza laboral con nóminas paupérrimas que permiten gastos paupérrimos, llevando a racionar gas y electricidad en miles de hogares y haciendo de las vacaciones un lujo prorrogable a mejores tiempos, donde un gasto imprevisto no desbarate el ajustado presupuesto mensual de pura supervivencia, en el que difícilmente tiene cabida una dieta equilibrada y saludable, ni mucho menos los gastos que se derivan de las cuestiones de salud no cubiertas por el sistema sanitario.

En el extremo de la pobreza están los sintecho, noctámbulos de penosos escenarios en los que vaga una tristeza de estación ferroviaria, en un tiempo de nadie, donde la Parca presenta con frecuencia su factura anticipada. Siempre presente en sus vidas el temor a sumergirse en la turbia galería del sueño, temor a los tentáculos de la aporofobia que acechan en las marañas de la noche haciéndoles vigilantes de las sombras, con el alma parada en el recelo, hasta alcanzar la opacidad del día. Dormir en la calle es contrario a la dignidad humana; la cómoda postura de respetar los derechos de los indigentes a hacerlo, muestra un alto grado de hipocresía para no actuar con mayor implicación. Las plazas de alojamiento, además de temporales, no dan cobertura suficiente. Precisamos una política pública con auténtico carácter transformador ante este drama. Si Don Quijote tenía el bálsamo de Fierabrás, los gobiernos disponen del bálsamo de la invisibilidad, mirando en muchos casos a este colectivo como a seres empadronados en Sodoma y Gomorra, porque si la pobreza y marginación no se ve, su realidad empequeñece en la velocidad de nuestras vidas. Drogas, alcohol, delincuencia, enfermedades mentales, pérdida de trabajo y soledad afectan a estos desahuciados que siguen recibiendo la piedad y consejos de fábulas burguesas, mientras esperamos que con nuestra calderilla no busquen el consuelo de la roja flor del vino, sin reparar en exceso en que son seres humanos, sin rastros de caricias, con nombres encerrados en la indiferencia en la que es difícil esconderse y volver con gallardía a la sociedad; cuerpos transeúntes resignados al desamor, a un abismo, a la grieta profunda por la que se precipita la esperanza entre nebulosas órdenes del tiempo. Desertores de la vida a los que brindamos el mezquino grado de caridad con el que nos sentimos redimidos.

En 1973 publicaba Gila, en la desaparecida revista Hermano Lobo, una demoledora viñeta gráfica en la que se veía el larguísimo brazo de un rico estirándose para dar una moneda a un pobre, mientras le decía: “tome buen hombre y perdone que no me acerque, pero es que acabo de estar en un banquete y me huele el aliento a caviar”. Muchos años más tarde, la burocracia que rodea el mundo de los indigentes sigue propiciando una evidente laxitud ante el problema. Los indigentes siguen durmiendo en la calle en sociedades con un robusto sistema de bienestar social. La excepción es Finlandia, única nación de la UE que ha logrado la casi total erradicación mediante sus políticas sociales. Además de un problema de imagen e higiene, la permanencia en la calle resulta inhumana, reduce considerablemente la vida y no devuelve la autoestima ni permite iniciar una integración laboral. La pobreza no oculta necesariamente dignidad. La imprudente banalidad y torpe ingenuidad de las clases más favorecidas propicia, en ocasiones, como ya desarrolló Luis Buñuel en Viridiana, el despertar de lo peor que soterradamente alberga el ser humano, que acaba por deponer los valores sociales, dando paso al eterno pisarse unos a otros, mostrando cómo los instintos pueden presentarse de la manera más indecorosa en el naturalismo y surrealismo que nos rodea. Estamos perdiendo la capacidad del pensamiento crítico y de poner argumento válido a la vida, que no lo tiene sino nos implicamos en los problemas y dramas humanos. Es tiempo de reflexión antes de que la Parca nos imponga alcanzar la gloria de una lápida sin gloria.