Dejas que las cosas ocurran. No pones nada de tu parte, ni la atención, ni un ápice de voluntad. No empleas la energía ni en una dirección ni en otra. La energía que conservas permanece incontaminada, virgen más allá de la mera subsistencia, aferrada a un estado vegetativo próximo a la nulidad. Así el común de los días inmerso en tu habitación esperas lo que pudiera llamarse un acontecimiento. Quisieras que alguien llamara a la puerta y pronunciara tu nombre que es claro y hasta bonito, que te felicitara por la buena nueva que trae y te diera la mano y te diera un abrazo sincero. No ocurre nada. Nadie llega y el puro nexo con la vida no es más que el ruido herrumbroso de las cañerías, los motores de los coches que llegan de la calle incontenibles, invasivos, dueños de las avenidas como dioses redentores. Miras tus manos, envejecen como todo lo demás, no has advertido cuando han aparecido las manchas circulares en las sienes, en uno de los pómulos, cómo se ha instalado esa mueca irritada en la boca, en la comisura de los labios como algo extraño que estraga. Miras cada día en el buzón, quisieras recibir esa carta que no llega, que no acaba de llegar. Preguntas al cartero que advierte ese punto de desesperación que no puedes evitar. El niega mirando al suelo con un movimiento inequívoco de cabeza que supones, que sabes cómo es antes de mirarlo, antes de formular su ridícula pregunta de cada día.

Sí, que todo ocurra sin ti. Cuando bajas en el ascensor piensas que nadie podría encontrarte, que nadie sabe que estás en ese ascensor. Qué ocurriría si no salieras nunca de él. Ibas a activar el ascenso y el descenso una y otra vez. Días y noches subiendo y bajando hasta que todo acabe, hasta que llegue la muerte, amorosa, compasiva, un manto de seda sobre tu cuerpo envenenado. Deshabitado tu cuerpo, esto podría decirse pero, de qué está deshabitado. Nunca ha sido nada ni ha participado en nada. Se ha dejado hacer y la espera ha sido su única actividad conocida. Esperar desesperadamente que algo ocurra y nada más. Y nunca ocurre nada. A esto se reduce tu vida.

Sonaban las campanas de la iglesia. Nunca has sabido por qué doblan las campanas pero las has escuchado y sabes cuando tocan a muerto, a misa primera, segunda, a boda o comunión. Y la gente acude al templo, acude a esas llamadas quejumbrosas porque no puede esperar en su casa a que las cosas ocurran, a que todo llegue a alguna parte desde sí. Esto es algo que me turba, pero pronto desaparece porque mi espera tiene ya el poso de la experiencia y nada puede afectar el bagaje de atonía que acumulo, nada puede contaminar la pureza insondable de mi hastío. Existir es tomar conciencia de algo, siquiera de una muy liviana posición en el mundo. Intervenir en la existencia es otra cosa que no puedo pronunciar. Qué sucedería si logro modificar lo que ya es, si me adentro en el tumulto o la algarabía, si malgastara mi energía en otra cosa que no fuera la espera. La esperanza.

Me digo, cuando salgo de mi habitación –cosa que ocurre en contadas ocasiones– que la esperanza es el único modo de vida posible y yo abrazo esa esperanza y, si es posible, mi implicación en cualquier proceso transformador es mínima. Nula, porque la intervención anula la espera y eso sería muy penoso. Un verdadero horror. Mi habitación no es una cosa menor, es el lugar donde se desviste la esperanza y se acomoda y conversa conmigo. Esto puedo afirmarlo sin rubor. Es mi lugar en el mundo.