El pasado jueves día 17 se celebraba el Día Mundial de la Filosofía. Y uno encuentra ahí una pequeña rendija para usarla como ventana por la que asomar la voz reivindicativa del filosofar en pleno siglo XXI. Del acto del filosofar podemos decir muchas cosas. Como sostiene la hermenéutica, una corriente de la actual postmodernidad que se basa en la interpretación de los hechos, la realidad se nos da siempre interpretada. Desde el momento en que utiliza el lenguaje para llegar a nosotros, media una interpretación. Y existen infinidad de interpretaciones. Por tanto, la interpretación de la propia filosofía es inagotable.

Así pues, me centraré en una de las vastas aristas que presenta: la responsabilidad. Rescatando a Mercedes López y a Diego Garrocho, mientras haya un pensar que problematice, que estrese los interrogantes, que impugne los tiempos vertiginosos de irreflexión y la amoralidad de ciertos nihilismos, que nos haga responsabilizarnos de nuestra vida, habrá esperanza para nuestras comunidades.

En esta maravillosa reflexión anidan varias cualidades del pensar-vivir filosófico: el cuestionarse las cosas, el parar el tiempo para reflexionar, el responsabilizarnos, y el otorgar sentido y esperanza a la vida. Todas ellas en íntima interrelación.

Como he comentado, me centraré en el efecto de la responsabilidad. Concretamente, en los peligros de su mal manejo, en las condiciones necesarias para que se dé, y en las consecuencias que tiene su ejercicio.

En cuanto a los peligros, resulta evidente que tan perjudicial puede resultar un exceso como una ausencia de responsabilidad. Siguiendo la sabiduría de la prudencia de la Grecia clásica, en el punto medio se halla la virtud. Creerse responsable de todo cuanto ocurre, además de incierto, puede contraer una asfixia estresante. De la misma manera, vivir ajeno a cualquier responsabilidad de tus actos dejándose llevar por la sociedad, envuelve una superficialidad desentendida del mundo. Aquí encuentra Hanna Arendt una de las principales causas de los más terribles males ejercidos por el hombre en la historia. Lo llama “la banalidad del mal”. Es decir, que el origen de las mayores atrocidades proviene del dimitir de la propia responsabilidad y supeditar la vida a una obediencia acrítica. Esto es lo que encontró cuando fue a cubrir para un periódico el juicio de un oficial nazi por genocidio contra el pueblo judío. En lugar de ver al monstruo desalmado que esperaba, conoció a un individuo que actuaba dentro de las reglas del sistema sin reflexionar sobre sus actos. Sin reparar en las consecuencias de sus actos. Quizás, el criminal sistema capitalista viva de vidas así enfocadas. En el otro extremo encontramos a Sócrates, cuya responsabilidad consigo mismo, con sus ideas y con la sociedad le llevó a aceptar un juicio injusto y comer la cicuta, y a Hans Jonas, que reclama una responsabilidad que se comprometa también con las generaciones futuras.

En relación a las condiciones de posibilidad de la responsabilidad, se me ocurren al menos dos. En primer lugar, el enfoque sistémico de la vida. Es decir, el caer en la cuenta de que todo está relacionado con todo y que, por tanto, toda acción conlleva unas consecuencias. Quizás lejanas en el espacio y el tiempo, pero unos efectos de los que somos partícipes. Y en segundo lugar, se necesita un continuo entrar y salir de uno mismo. Como relataba Ortega y Gasset, requerimos de momentos de ensimismamiento para encontrar nuestra vocación, y momentos de salir de nosotros para vivir esa vocación en sociedad. Solo así podemos vivir de manera auténtica, siendo nosotros mismos en todos los ámbitos de la vida. Sólo así podemos desplegar y llevar a término nuestra vocación, nuestra manera de ser y nuestras convicciones. De lo contrario podemos vivir una vida ajena a nuestros principios rectores de vida. O bien, una vida encerrada en nosotros mismos. Resulta, en este sentido, muy aconsejable pararse y reflexionar sobre si nuestra vida y nuestros valores van de la mano. Por ejemplo, si valoramos la familia, si somos sensibles a los más vulnerables de la sociedad y si tenemos una conciencia ecológica, y luego reparamos que el tiempo de calidad que empleamos a nuestra familia y amigos es bajo, que no echamos un cable a quien más lo necesita o que nuestros hábitos de consumo y transporte siguen criterios de comodidad y rentabilidad, entonces no estamos viviendo nuestra vida.

Finalmente, y en línea con esta última reflexión, las consecuencias de responsabilizarnos de nuestra vida implican vivir de acuerdo con nuestros valores, ser nosotros mismos. Desde ahí, la vida cobra sentido, y desde ahí, la esperanza puede reaparecer en medio de un ambiente tan desenfrenado, individualista, nihilista, bélico y devastador como el actual.

El autor es doctor en Química, investigador y profesor de la Universidad de Navarra, y graduado en Filosofía por la UNED