Al igual que de vez en cuando el globo terráqueo libera la energía contenida en su interior mediante la interactuación de las placas tectónicas que conforman la superficie del planeta originando desastres naturales que modifican su estética, las civilizaciones dueñas de su tiempo interactúan disputando violentamente el dominio del poder espoleando desastres humanos que mutan y transforman las fronteras internacionales. Ejemplo de ello es el catastrófico terremoto sufrido recientemente en Turquía y Siria, o el interminable conflicto bélico cuyo epicentro está situado en el corazón del continente europeo, aunque afectado por multitud de hipocentros repartidos alrededor del planeta. Ambos desastres, como siempre y en todos los lugares, perturban, sobre todo, a las clases más desprotegidas.

No es casual traer este ejemplo. En 1904, un geógrafo inglés, Halford J. Mackinder, desarrolló la teoría del Heartland (teoría del corazón continental), intuyendo que el dominio de un área concreta del mundo permitiría dominarlo. Geográficamente, el pivote de estas placas de choque lo sitúo entre Asia Central y Europa Oriental. Más o menos, las dos zonas anteriormente mencionadas. Entonces, Mackinder supuso que el dominio del mundo se correspondería al aprovechamiento y explotación de los recursos naturales del área acotada, junto con la disponibilidad de medios de transportes para su comercialización. En la actualidad es así. El trasvase de gas natural y petróleo almacenados en esa zona mediante conductos que traspasan fronteras, ha convertido el heartland en un nudo de comunicaciones energéticas cuyas autopistas son los viaductos necesarios para mantener el dominio del mundo capitalista, negociando la economía mundial a través de la belicosidad. Una vez aquí, no podemos pasar por alto, como bien estudian los sismógrafos, que la intervención del ser humano en la construcción de las infraestructuras necesarias para la explotación de la naturaleza, influye directamente en los movimientos tectónicos de liberación de energía del interior de la tierra. Esto es una evidencia, pero no una totalidad, ya que la naturaleza es la mayor protagonista de estos episodios, aunque el egoísmo del progreso humano intenta dominarla a través de políticas de explotación, sin importarle sus consecuencias.

Ni mucho menos es novedosa esta descripción sobre la interrelación entre naturaleza y humanos. Desde siempre, y en todos los lugares, los más espabilados del lugar se percataron del temor que procuraban los fenómenos naturales entre la población, además de las provechosas consecuencias económicas que podían reportarles esos miedos. Es muy simple, pero es así. La conexión entre las elites dominantes se ha aprovechado políticamente de esta interrelación naturaleza/economía para subyugar a los pueblos y aprovecharse de ellos a través de sus creencias e ideologías. Los egipcios hace siete mil años adoraban a Ra, Geb y Nut; los mayas, no mucho más tarde, temían a Itzamná, Ixchel y Chaac; de la misma manera que las creencias griegas estaban asimiladas a las diosas de la naturaleza Deméter, Artemisa, Cloris y Gea. Esta lista de creencias autoritariamente institucionalizadas se puede extender a los pueblos nórdicos, asiáticos o australes. Religiones y creencias politeístas no diferentes en sus fines a las monoteístas o teístas de carácter cristiano, islámico, judío o budista, por ejemplo. Imperativos de autoridad que han demostrado a lo largo de su existencia que, al igual que la política desarrollada por las naciones y los estados, siempre les ha interesado la existencia de brechas entre ricos y pobres, entre géneros, y entre grupos étnicos-religiosos, creando divisiones que han generado, y generan, enfrentamientos y muertes para obtener la supremacía sobre los demás. Esta es la razón de su ser, su agua bendita, cuyos dogmas se expresan mediante las liturgias del poder.

Es cierto que a lo largo del tiempo, cada conflicto bélico, cada religión dominante, ha establecido sus propias liturgias de actuación en base a las tecnologías a su disposición, cuyo éxito y eficacia siempre se acaba midiendo a consecuencia de las bajas civiles y el miedo provocados. En comunión con lo anterior, todos los invasores han manifestado la intención de un mundo mejor para todos y todas. ¿Cuándo nos daremos cuenta de que todo es mentira? Creo que esta sospecha está justificada no sólo por el timo y falsedades que crean cada vez que quieren fortalecer una guerra, o cuando los dogmas y mandamientos religiosos son obligados para los demás, pero no para los jerarcas de las diferentes sectas, sino por el dantesco resultado de sus actuaciones. ¿Cuándo nos cercioraremos que los gobernantes y religiones planetarias han perdido su credibilidad por falsear realidades de forma burda e insultante? Si Darío Fo estuviese vivo, asistiría irónico al imperecedero escaparate que nos ofrece la bufa del poder, bajo la certidumbre de que los bufones aparecen cuando el sistema impide la crítica constructiva, acelerados porque son conscientes de la debilidad y estupidez de los gobernantes, que, además de ricos, son tan estúpidos como para pretender el dominio en todos los sentidos. Hemos construido una sociedad que esconde y a la vez legitima las jerarquías sociales, cuyas convenciones se han construido desde una trama que va desde la familia hasta el poder económico y político, donde reina y destaca el autoritarismo de los que no tienen escrúpulos. Y no es que nos falte capacidad de discusión, lo que nos falta es capacidad de transformación.

Siguiendo a J. Fontana, un primer paso, porque como pueblo siempre vamos un par de pasos detrás de las liturgias del poder, deberíamos entender que el colectivismo es la fuente de la esperanza para acceder a dos objetivos básicos, que, además, están estrechamente asociados y abren la cortina del horizonte en búsqueda de la equidad: la igualdad y la cooperación. Tras las dos guerras mundiales, el sucedáneo democrático de las elites nos recetó un placebo que resultó ser una pócima imbebible: la posibilidad de una sociedad más justa. El problema es que no leímos las contraindicaciones señaladas en el prospecto: el uso del progreso continuado puede traspasar las líneas rojas del orden establecido. De modo que los poderes eternos –economía, ideologías y religiones– pueden, mejor, están obligados a frenar cualquier posibilidad de subversión del orden establecido para reconquistar el equilibrio del poder instituido. Hechos que han significado un retroceso social que nos ha doblegado ante la economía de mercado, produciendo el estancamiento de las clases desfavorecidas, provocando una creciente desigualdad entre iguales y un mayor empobrecimiento general. Aunque, como hemos señalado, ha ocurrido siempre. No es nuevo.

Nuevo sería obviar la verdad de la realidad social que convierte las relaciones de necesidad natural en relaciones de dominación social y política. Las liturgias del poder nos encaminan siempre a la militarización de la sociedad por la tensión creada por las diferenciaciones, convirtiendo los presupuestos militares en dominantes, lo que supone un decrecimiento sobre las partidas destinadas a cubrir las necesidades básicas de cualquier sociedad: el cuidado de la infancia y de la vejez, una sanidad al alcance de todas y para todos, una educación que se recree en crear personas críticas y con coherencia de pensamiento, el acceso a viviendas dignas y una alimentación que llegue a todos los rincones del planeta.

La mala suerte es que no es la primera vez que las liturgias del poder han sustituido los valores por los intereses, los sentidos por el icono de las relaciones sociales. La buena suerte es que lo sabemos. Lo siguiente sería ¿qué hacemos?