El creciente auge de los partidos políticos populistas, sean de derechas o de izquierdas, expresan una concepción mesiánica y maniquea de la sociedad que representa un reto para la democracia, tanto en Europa como en Estados Unidos e Hispanoamérica. Exhiben un ego tan grande como tan precaria es su formación ética e intelectual, hasta el punto de que, iluminados por ese novedoso movimiento intelectual llamado transhumanismo, se creen con derecho a superar los límites naturales de la humanidad mediante el mejoramiento científico y tecnológico. Han llegado a inventarse, sin haber ni rastro de ella, la identidad de género, que pretende transustanciar en un solo ser, en una indisoluble unidad ontológica, a todas las mujeres o a todos los hombres. En este sentido, conviene recordar que el ser y la apariencia forman una unidad indisoluble, ya que la apariencia nos es más que la presencia externa y visible del ser. Si la apariencia se cambia, el ser y la apariencia entran en una relación problemática, lo que supone el riesgo de extraviarse en una confusa deriva, ya que un simple cambio anatómico, que es a lo único que la hormonación y la cirugía llegan, no es una modificación histológica ni genética, que es lo que exige un cambio sustancial. Si pese a la lógica filosófica y a la evidencia científica, hay quienes aspiran a cambiar de género, nada que objetar, si eso les hace más felices. Ahora bien, frente a la tentación transhumanista de los populismos de jugar a ser dioses o emular a Frankenstein, la bioética debe precintar una línea roja que no se debe traspasar. Sabido es que, en ocasiones, algunas transgresiones ocultan, en realidad, la debilidad moral y la incapacidad política para abordar de manera eficaz y realista los problemas de la ciudadanía, esto es, el desempleo, la pobreza, la precariedad salarial, la desigualdad entre hombres y mujeres y las dificultades que atraviesan la sanidad, la educación y las prestaciones sociales públicas.

Entre la refriega entre los hunos y los hotros, como diría Miguel de Unamuno, ha irrumpido con fuerza esta especie demagógica y ambiciosa, que supedita la razón y el interés general al logro de sus intereses personales: tantas razones como silencios, tantos mutismos como argumentos. Y es que la izquierda populista anda perdida en las desfasadas elucubraciones de los utopistas mientras la ultraderecha se dedica por entero a la salvación nacional. Y, para colmo, el centro ya no está en medio. Quizá esta confusión explique el crecimiento de la ultraderecha y su intento de repliegue a tenebrosos tiempos pasados, mediante un discurso virulento y pirotécnico, forjado en primaveras apocalípticas. En fin, mientras unos viven anclados en los dogmas del pasado, otros, los visionarios, lo hacen instalados en el futuro. Y algunos se dedican al transfuguismo, pues parece que Roma sí paga a traidores.

Los nuevos líderes nacionalpopulistas se creen tan sagaces y tan especializados con esos máster de mercadillo, que parecen tener muy poco que ver con el pueblo al que pretenden representar. Su discurso es un enorme caudal de estereotipos, eslóganes y reiteraciones que anegan su credibilidad. Parecen haberlo leído todo, pues de casi todo hablan, aunque con escasa solvencia. Utilizan un lenguaje tan gratuito y pretencioso que en el fondo uno tiene la impresión de que, en realidad, carecen de interés por la política, siendo lo único que les importa lograr el poder y aferrarse a él todo el tiempo que sea posible. Curiosamente tienen una apariencia simpática, una mente gélida e imperturbable y una genial capacidad para mentir y para manipular a la ciudadanía, sobre todo a las gentes incultas y desprevenidas, fáciles, por tanto, de embaucar.

Sirva de ejemplo de populismo político la reciente moción de censura presentada por la extrema derecha, valiéndose de un prestigioso economista como es Ramón Tamames, cuya candidatura fue un esperpento que puso de manifiesto el deterioro institucional al que nos conduce la ultraderecha. Un candidato algo desfasado y neoliberal que, presa de su desmedida vanidad, se prestó a representar un burdo vodevil en el que ni siquiera presentó un programa de gobierno alternativo. No fue stricto sensu una moción política, sino un uso arbitrario de la sociedad del espectáculo, basada en las extravagancias, los desplantes y las insolencias de una formación política anclada en la filosofía totalitaria, que solo buscaba una escenificación bufa y estridente que le permitiese estar presente en el foco mediático. En fin, uno que albergaba la sospecha de que, tras la lectura críptica y casi ininteligible de Lacan, Foucault y Derrida, no había más que un simple vacío, resulta que la banalidad y la vacuidad donde han estado presentes es en el Congreso de los Diputados.

El autor es médico-psiquiatra