Resulta curioso comprobar el paralelismo del debate sostenido por Vladimir Soloviov con el también filósofo de la estética coetáneo del mismo Nikolái Chernishevski, en torno a cuestiones que tienen por protagonistas a la belleza en el arte y en la naturaleza, tratadas hoy en día, entre otros, por el ecofilósofo Henryk Skolimowsky. Y una de las concurrencias que hacen converger el pensamiento de los dos primeros es la idea muy popular dentro del posterior desarrollo artístico de que “en las obras de arte no hay perfección. Quien esté insatisfecho con la belleza de la realidad aún menos podrá satisfacerse con la belleza creada por el arte”. Skolimowsky, por su parte, habrá de participar con Soloviov en la defensa de dos valores recuperados en su reflexión filosófica estando presente en el anterior desde hacía ya un siglo, cuales eran aquellos muy cristianos de amor y compasión necesarios para su proyecto ecofilosófico. Cuestión que sin duda alguna exasperaría a la bestia negra del ruso encarnado en la figura de Nietzsche, tal y como es reconocido al calificarlo de “escritor con talento y alma enferma”. En La belleza en la naturaleza (ensayo del año 1889), afirma el cómo “se hace extraño encomendar a la belleza la salvación del mundo cuando nosotros mismos nos vemos en la necesidad de salvarla a ella de todos esos experimentos artísticos y críticos que pretenden sustituir lo bello-ideal por lo deforme-real”.

No es el caso, por poner un ejemplo, de flores y mariposas, dentro y fuera de su representación, al ser bellezas de la naturaleza que indudablemente habremos de mimar. También lo son, en cierto modo a pesar de ser sometidos a la humana intervención, el paisaje, el retrato y su propia figura incluida la cara negativa, aquella relacionada con lo feo (un paisaje degradado, un rostro poco agraciado y una figura deforme), tal como tuvo a bien recordarnos Pedro Azara en su ensayo De la fealdad en el arte moderno. Visión que desde el punto de vista canónico es considerada por la mayoría el no-arte como arte, al haber sido puesta la obra al servicio de un particular ideal de belleza y armonía previamente consensuado entre las élites poéticas, políticas e intelectuales del momento. Siendo aquí donde plantea una brillante observación, la referida al hecho suficientemente contrastado de que la diferencia entre el feísmo tradicional y el más coetáneo consiste en que “el arte clásico pintó monstruos, seres feos o imposibles cuando quiso exhibir la fuerza creativa del pintor [mientras] el arte moderno pintó monstruosamente (lo que de por sí podía no ser monstruoso)”.

Recuerda asimismo como, a modo de implícita respuesta –en mi opinión– a la polémica entablada entre el teísmo de Soloviov y el ateísmo de Chernishevski, alrededor de la relación entre arte y naturaleza en la cuestión estética, la obra posterior de un Malevich apuesta por el vacío concluyente como respuesta a la aspiración de una sustitución del dios, cualesquiera que fueran, por otro tipo de figura representante de la espiritualidad, tal vez aquella del propio artista. Misión a todas luces fracasada, pese al endiosamiento de algunas de sus figuras e impostura adoptada por buena parte del resto. Fenómeno que tan comúnmente apreciamos en muchos de nuestros recién licenciados con sus idealizados currículos carentes de experiencia real, por dar con algún ejemplo, en esta sociedad de la mediatizada inmediatez.

Así fuera explícitamente indicado por Azara cuando escribe el que “en su afán de suplantar a Dios” y de “presentarse como un creador”, los artistas han ido despojando al Ser de sus cualidades y sus componentes (la forma en las artes conceptuales, y la idea en la pintura informalista, puro gesto descerebrado) o, al revés, han ido atentando contra su existencia deformándolo, ya sea mediante amputaciones ya sea por exceso de materia. No obstante, según dictamina este autor, “quedaba una última afrenta al Ser: su eliminación total, presentando en su lugar el vacío”. Si bien, entendiendo aquí que vacío en modo alguno implique la nada, sino aquel otro lado oculto de la realidad al que anteriormente hiciéramos referencia.

A esta cuestión diríase demiúrgica, por no cargar las tintas en quehaceres que son competencia teológica, Soloviov quiso encontrar una respuesta que anticipara, controlándolo, el devenir de las cuestiones tanto social como nacional que habría de desembocar en los acontecimientos revolucionarios culminados en el diecisiete. Este filósofo nihilista primero, ortodoxo y romano, más tarde, afirmaba que: “Creer en el reino de Dios es unir la fe en Dios, la fe en el ser humano y en la naturaleza”. Si sustituyésemos del aserto el concepto de Dios por el de más laico de la Tierra, tal y como es sugerido por Skolimowsky conservando su tono reverencial, quedaría tal cual. Soloviov defendía el que es esta idea de “la encarnación del principio divino en la vida natural a través de una proeza libre del ser humano”, uniendo “la fe en Dios con la fe en el Dios-hombre y la Divina materia (Madre de Dios)”, constituía el ideal instintivo y semiconsciente del pueblo ruso como aportación al destino universal, era, así también, el defendido por Dostoievski. Constatando que el imperativo mandato de la empresa ecofilosófica del polaco Skolimowsky no esté muy alejado del mismo.

Pese a sus diferencias, tanto el teísmo de Soloviov como el ateísmo de Chernishevski coincidirían en un mismo diagnóstico, que en tesis doctoral de Miriam Fernández Calzada (traductora asimismo de los textos de Soloviov al castellano), consistiera en que “ante el problema de la relación entre el arte y la vida, el arte debe someterse a la vida”. En este camino, dotar de espiritualidad a las cosas, algo que ya hiciera el primitivo panteísmo, es ahora, al parecer, considerar que las mismas cuentan con algún tipo de inteligencia. Una entronización de esa Madre de Dios, en el discurso ecológico, bajo figura de matérica mater natura.

El autor es escritor