La ciudadanía de Pamplona sabe que en la capital abundan las cruces. Ninguna novedad. Esto viene de antiguo. Quizás, haya demasiadas cruces por metro cuadrado. Veamos. La del seminario diocesano, los cruceros de piedra a las entradas en la capital, la cruz de la Media Luna, la que está a orillas del Arga en “Cuatro vientos”… Casi todas ella construidas a base de ladrillo cara–vista rojo, como le gustaban a Víctor Eusa.

Parece como si Pamplona se enorgulleciese con la ostentación de hornacinas en sus fachadas que tratan de recordar a personas de dudosa procedencia. En el II Ensanche existe un solar de planta cuadrangular señalado en los planos urbanísticos con el número de manzana 42. Una isla verde a la que las constructoras aún no le han metido mano. Forman este cuadrado las calles Bergamín, San Fermín, Navarro Villoslada y Sangüesa. Se trata de un parque verde sin nombre ni apellido.

En el centro de la plaza, el arquitecto golpista Víctor Eusa clavó la cruz metálica de hierro forjado que hunde sus cimientos en el propio infierno. La construyó el artesano ultracatólico Constantino Manzana, nacido en Fonz (Huesca) un dos de julio de 1907. En 1932, este señor, molesto con el Gobierno democrático que dirigía don Manuel Azaña por haber implementado ciertas medidas anticlericales, fabricó un dragón que emergía de un estanque y se encaramaba por una cruz metálica.

Aquella fatídica cruz se colocó por primera vez en los jardines del palacio episcopal. No pasó mucho tiempo en que los canónigos vieran en el cuerpo de la sierpe reflejados sus pecados de juventud, por lo que decidieron deshacerse de la cruz. Llamaron al arquitecto carlista y le propusieron que con urgencia encontrase un nuevo emplazamiento para el bicho y la cruz, es decir, un nuevo Gólgota donde clavarla.

El arquitecto era maestro en cruces y crucifixiones, siendo en aquel momento el mandamás del II Ensanche. No se lo pensó mucho cuando decidió por su cuenta clavarla provisionalmente en aquella parcela sin nombre ni apellido, delante del instituto Ximénez de Rada y casi pegada a la fachada de la nueva Iglesia de San Miguel Arcángel. El solito se las apañó para instalarla sin proyecto ni presupuesto, para eso era entonces el dueño o señor de Pamplona.

Diario de Navarra, del 17 de marzo de 1957, habla del avance de las obras de remodelación. La Comisión Permanente aprobó el presupuesto presentado por don Lucas Saralegui Esparza valorado en 122.947,91 pesetas. La zona fue de nuevo pavimentada y ajardinada y bajo las aguas se instalaron reflectores para iluminar la escultura.

Víctor Eusa, desde su más tierna infancia, estaba obsesionado con las cruces y la religión. Tiempo atrás había fabricado una desmesurada linterna en forma de cruz para el seminario diocesano, con el fin de que, cuando se iluminase, la viera toda la Cuenca de Pamplona. Por aquel tiempo, también colocó idéntico foco sobre la fachada del Ayuntamiento que se iluminaba por las noches.

La cruz de la plaza sin nombre cumplía a la perfección con su cometido ideológico en aquellos tiempos del nacionalcatolicismo.

Aquel dragón de ojos de fuego atemorizaba a las carpas del estanque y a las palomas del lugar, mientras su obscena cola señalaba a los vecinos y vecinas que no acudían a misa. En aquella plaza mandaba el párroco, don Paciente Sola, y su sacristán que sostenía el hisopo.

A aquella plaza acudían abuelos y nietos a pasar las mañanas y tardes, los abuelos sentados en los bancos de hormigón recordando tiempos pretéritos y los nietos jugando a bolos o con sus trompas a la sombra de los árboles que podemos contemplar hoy.

Jamás tuve el valor suficiente para mirar de frente al dragón, lo mismo me sucedía si alguna vez se me ocurría entrar a la iglesia, no podía soportar aquellos demonios colorados dibujados por Ramón Stolz, donde los discípulos de Satanás arrastraban a inocentes criaturas hasta lo más hondo del infierno. Yo, pecador sin pecado, me sentía identificado con aquellas víctimas.

La cruz permanecía clavada en el epicentro del cuadrilátero como en los mejores tiempos de la Santa Inquisición, en el cruce de sus aspas se podía ver un medallón de latón donde estaban grabadas las Cinco Llagas de Cristo, según cuentas las leyendas cristianas; las llagas estaban rodeadas por un cinturón de espinas aceradas.

Y, ahondando en cruces, me gustaría recordar que “la cruz en que se fija la sagrada imagen precede en muchos siglos de la efigie del crucificado. La cruz que estuvo muchos siglos al sol: hasta el siglo X, no recibió la sagrada efigie del crucificado”. Aunque actualmente parezcan asociados al cristianismo los motivos cruciformes son mucho más antiguos y aparecen en multitud de culturas. Fueron empleadas en la Guerra Minoica con finalidad votiva. En Siria, personifica al dios Tammuz y para los arcadios era el ideograma que representaba al dios de la fertilidad y de los cereales. En la vieja Europa la cruz aparece en petroglifos neolíticos y también como tatuajes”.

Considero que la parcela 42 del II Ensanche es un bastión vegetal que hay que conservar a toda costa y pienso que las cruces se tienen que venerar en las iglesias. Y, ciertamente, mucho antes que el dragón y la cruz, el obispo, la alcaldesa y la especulación urbanística, está el deseo de los vecinos, que son los que contribuyen con sus impuestos a mantener la ciudad y sus servicios. Así que, ¡apoyemos el oasis vegetal de II Ensanche!