Como cada septiembre, las familias navarras volvemos a la llamada normalidad. El día 1 ha supuesto la vuelta del personal docente y no docente a los edificios que albergan el saber, el conocimiento, la transmisión del mismo y la convivencia pacífica de varios cientos de personas de muy diferentes edades y condiciones sociales. No es tarea fácil, y unas bases sólidas de confianza en nuestras instituciones escolares sustentan el éxito académico y social de las nuevas generaciones.

Obstáculos los hay, muy diversos, y puestos ahí para enriquecernos al superarlos. Mucho se especula sobre la calidad de nuestra enseñanza no universitaria. Mucho se discute sobre los sistemas de planificación, formación, evaluación y mejora de los procesos que se ponen en marcha cada nuevo curso escolar. Los medios de comunicación nos inundan con noticias y reportajes que no siempre ayudan a entender lo que realmente sucede en el interior de un colegio desde los 0 a los 18 años.

Por encima de todo quiero destacar algunas cosas que aprendí en el instituto de Bachillerato en el que pasé 33 años de mi vida profesional como profesor de Ciencias Naturales, entre 1980 y 2013. En mayo culminé mi año 70 de vida y mi deseo es celebrarlo revisando los logros obtenidos.

Todos mis compañeros de claustro fueron especiales para mí: únicos e irrepetibles. Lo mismo puedo decir de mis alumnos, de sus familias… No comprendo a quienes se lamentan de la monotonía y repetición en la enseñanza básica. Pero destaco que tuve la suerte de conocer y compartir aulas con Santiago Arellano Hernández. Catedrático de Lengua y Literatura española, apareció en el instituto de Irubide en la Txantrea de Pamplona en 1977. En pocos meses el claustro lo elegimos director. En los 80 nos reencontramos en el instituto de Ermitagaña y comencé a aprender de él. Enseñaba Lengua, pero aprendías mucho más. Recuerdo su célebre frase: “Un instituto limpio enseña el doble”. Me fascinó con sus explicaciones sobre la tauromaquia. Tampoco olvido su defensa a ultranza de la necesidad del profesor de la posesión y el uso de dos cualidades fundamentales no siempre bien entendidas: la auctoritas y la potestas. Recurrir a los clásicos es algo que no todo el mundo entiende. Y hoy menos que nunca porque claman voces de progresía aplicadas a todo y a nada. En democracia representativa somos los ciudadanos los que empoderamos. Damos poder y esperamos su hábil y sabio ejercicio. ¿El maestro es el emperador en su aula? De ninguna manera. La enseñanza no funciona así. Es su auctoritas la que determina el valor social y formativo del docente. Y entiéndase que la debe poseer y ejercer toda persona que se relacione con el educando. Desde el técnico superior en educación infantil, en el ciclo de 0 a 3 años, pasando por maestros de infantil y primaria, profesores de secundaria obligatoria, hasta las etapas postobligatorias de FP y Bachillerato. A los 18 años la potestas y la auctoritas ya deben estar en manos y cabezas de los protagonistas de su vida: los mayores de edad. Si no educamos y enseñamos con los objetivos de la maduración, la emancipación, la autonomía personal,… ¿a qué reclamar el derecho de autodeterminación de los pueblos? Quizás le parezca al lector que estoy yendo demasiado lejos. No sé.

Acabo con la moraleja. Todos los componentes de las comunidades educativas tienen que ser capaces de reconocer y respetar la auctoritas que cada persona demuestra poseer. No es bueno poner en duda permanente la potestas de quienes han sido promovidos a los puestos de trabajo en colegios e institutos. Bajo la Constitución del 78 y con los gobiernos que se suceden, el ejercicio de autoridad y poder es la mejor garantía de la convivencia pacífica y el éxito social de las nuevas generaciones. Llámenle “libertad de cátedra”. Yo le sigo llamando “recuperar los papeles”.

Quizás haya que retomar viejos caminos para alcanzar nuevos horizontes. El equilibrio entre la autoridad y el poder, hoy como ayer y para mañana, imprescindibles.

Se lo debía a Santiago, por lo mucho que me enseñó.

El autor es profesor jubilado