El pasado 23 de septiembre entramos en el otoño. Es el momento del año en el que se visten los bosques caducifolios con sus mejores galas y en el que se despliegan la infinita gama de colores que van del ocre al amarillo como si celebrasen una breve fiesta de despedida. Por eso pasear por los bosques en esta estación es una experiencia que puede llegar a hacer perder el sentido, incluido el de la orientación.

Como lo he dicho en otras ocasiones en este diario, el verde es el color más abundante que hay en la naturaleza: todas las diversas tonalidades en hojas y en frutos provienen de una sustancia llamada clorofila, que normalmente se forma mediante la luz del sol. Es por ello que las plantas la necesitan para elaborarla. Todos los procesos de descomposición juntos conducen finalmente al juego multicolor del otoño. Al desintegrarse la clorofila sólo quedan las materias colorantes de color amarillo, dando así paso a las hojas de ese color.

Dentro de esta gama pueden observarse el tono amarillo-rojizo, producido por la carotina, o el amarillo-anaranjado, causado por la xantofila o jantina, sustancias éstas que previamente ya estaban presentes en las hojas. Si ésta tiene aún brillo rojizo es porque todavía conserva restos de azúcar que, con las denominadas flavonas –materias que absorben la luz, especialmente la ultravioleta– se sintetizan formando la materia colorante roja antocianina.

Este pigmento, además de producir el color intenso de las amapolas, el arándano y otras floras, también es el causante de los azules y los violetas. Este componente se encuentra igualmente en la savia de las plantas; si la antocianina es ácida, el color que produce es el rojo, mientras que, si es alcalina, genera el azul o el morado. El roble y el arce tienen sus hojas rojas en otoño, porque la antocianina es de tonos rojos o violetas.

Las tonalidades amarillas y rojizas en la hoja indican que ésta está aún viva, mientras que cuando se alcanza el marrón, significa que ya está muerta. Esto sucede porque en sus células ha entrado sin obstáculo oxígeno del aire, provocando con ello un proceso de oxidación. Todo el conjunto de este fascinante proceso natural de descomposición es lo que finalmente conlleva la paleta de colores que nos brinda la madre naturaleza en las especies de árboles caducifolios durante el mágico otoño.

El haya es, sin duda –conjuntamente con el roble y el castaño–, la especie arbórea más espectacular durante los meses otoñales, porque sus hojas proporcionan, entre octubre y diciembre, toda la variedad de tonos que la pupila del ojo humano puede analizar de golpe al contemplar la maravilla de este proceso.

Navarra se beneficia de la situación geográfica que tiene, y, por ello, son unos cuantos los bosques que salpican su territorio, en donde las hayas –Selva de Irati, Urbasa, Aztaparreta, Leitzalarrea, Leurtza, Aralar, etcétera–, se alzan como los reyes indiscutibles de un paraíso de vida vegetal, que estalla en multitud de cromatismos, siguiendo todo un proceso fisiológico sabiamente establecido por la madre naturaleza.

El otoño está relacionado también con las castañas, que en estos días y hasta finales de noviembre, los erizos se rajan por la sazón de los frutos, y se asoman resplandecientes y consistentes y se pueden recolectar hasta finales de noviembre. Estos espléndidos frutos han pasado los últimos cinco meses en el seno de una esfera muy similar a la de los erizos marinos, es decir, por completo hirsuta e inabordable por estar recubierta de muchos centenares de espinas, en este caso finísimas y en consecuencia muy disuasorias.

Bolas primero diminutas y verdes que engordaron y amarillearon muy lentamente a lo largo del verano para reventar, tras rajarse por el impulso de la sazón de los tres frutos que contienen. Las castañas son uno de los regalos que nos trae el otoño. Pero, si agradable resulta recolectar y comer castañas, el otoño de los castañares merece la pena un paseo entre ellos. En primer lugar, porque sus hojas, antes de tomar un tono beis oscuro, adquieren todas las gamas del amarillo y del ocre. Es decir, de espléndidos dorados.

El castaño es uno de los árboles más hermosos. Forma frondosa copa con sus hojas de borde aserrado. Sus troncos transmiten la seguridad de lo tenaz y longevo. De hecho, no son raros los ejemplares enormes, por ser varias veces centenarios. Los castañares convierten nuestros pasos en crujientes. Porque estaremos apoyándonos en uno de los suelos más orgánicos, como corresponde a árboles que todos los años aportan a sus raíces varios miles de kilos de sus propias hojas por hectárea.

También las castañadas son motivo de actividades y fiestas a lo largo y ancho de la península Ibérica. Castañada, castanyada, calbotada, gaztainerre, gaztañerre… De todas estas maneras, se denomina a las fiestas que tienen como protagonista la recogida, cocina y degustación de la castaña, con bailes, juegos y demás jolgorios en el mes de octubre.

En el caso de Navarra, su distribución tal como consta en el mapa de vegetación de esta comunidad, está principalmente en el norte, sobre todo en la vertiente cantábrica, especialmente en el lugar de importancia comunitaria denominado Belate como Zona Especial de Conservación, que comprende los catorce términos municipales de Anue, Basaburua, Baztan, Bertizarena, Donamaria, Eratsun, Esteribar, Ezkurra, Beintza-Labaien, Lanz, Oitz, Saldias, Ultzama y Urrotz, y que fue designada como tal por un Decreto Foral en noviembre de 2014.

La zona, con una superficie de 26.067 hectáreas, alberga, sin duda, una de las mejores poblaciones de castañares antiguos, cuya finalidad es conservarlos, según los objetivos principales del plan de gestión del Gobierno de Navarra para este enclave natural y de importancia comunitaria.

El autor es experto en temas ambientales y Premio Nacional de Medio Ambiente