Acabamos de celebrar el pasado 10 de diciembre el 75º aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos. En efecto, esta Declaración fue adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas a través de su Resolución 217 A, de 10 de diciembre de 1948.

El documento, preparado y redactado por una comisión internacional de juristas, presidida por la estadounidense Eleanor Roosevelt, respondió a la necesidad de establecer unas bases firmes de convivencia, justas y universales, con las cuales asegurar la paz en la nueva fase iniciada tras la Segunda Guerra Mundial, con la creación de la Organización de las Naciones Unidas.

Es de notar que en esta comisión redactora destacó singularmente la figura de un jurista, René Cassín, nacido en Bayona, de origen judío, combatiente en la Gran Guerra de 1914 al 1918, en que fue herido y que eventualmente llegaría a ser presidente del Consejo de Estado de Francia y presidente también del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo y Premio Nobel de la Paz.

La Declaración consta de un preámbulo y 30 artículos. Del preámbulo destacan frases como las contenidas en su segundo párrafo que tiene una vigencia premonitoria: “Considerando que el desconocimiento y menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes de la conciencia de la humanidad” o el contenido en el tercer párrafo: “considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”.

Amparado en la recientemente firmada por los pueblos fundadores Carta de las Naciones Unidas, el preámbulo proclama “la fe de éstos en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres”.

Entrando ya en el cuerpo de la Declaración, el art. 1 pone especial énfasis en el concepto de dignidad intrínseca de todas las personas: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. El art. 3 es rotundo en su enunciado: “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”.

El art. 5 es también elocuente: “Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”. “El derecho a la libertad tiene su corolario en el art. 9: “Nadie podrá ser arbitrariamente detenido, preso ni desterrado”.

La presunción de inocencia tiene un respaldo sin fisuras. Así, según el art. 11-1: “Toda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia, mientras no se pruebe su culpabilidad conforme a la ley y en juicio público en el que se le hayan asegurado todas las garantías necesarias para su defensa”.

El derecho a la propiedad tiene también un robusto apoyo en el art. 17-1. “Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente y 17-2, “Nadie será privado arbitrariamente de su propiedad”.

La Declaración prosigue desgranando en detalle los derechos de libre circulación, búsqueda de asilo en caso de persecución, libertad de pensamiento y creencias, reunión, asociación, participación política, derechos sociales, educación, sanidad, vivienda y concordantes.

En todo este elenco de derechos se configuraba algo así como un mundo feliz o un Evangelio laico para lograr una Arcadia ideal. Sin embargo, es verdad que la inmensa mayoría de los Estados enrolados en la ONU acogieron esta Resolución con ánimo genuino, creemos, de respetar esos derechos, quizás influidos por la euforia de la terminación de la guerra.

En el caso de España, que como sabemos, debido a sus circunstancias dictatoriales, tardó 10 años en ser admitida en las Naciones Unidas, incluyó en su Constitución de 1978, art. 10, “De los Derechos y Deberes fundamentales”, un párrafo 2, que reza: “Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce, se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”.

Como el uso ilimitado o sin barreras éticas de los derechos puede desembocar en abusos, los redactores de la Declaración se cuidaron bien de incluir en su art. 29-2 una caución necesaria para evitar tales abusos: “En el ejercicio de sus derechos…, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática”. Hasta aquí la ambiciosa invocación de un programa ejemplar para conseguir la que podríamos llamar la “Paz Perpetua” de Kant. Una paz basada en el sólido basamento de la justicia. Pero descendamos al mundo real y concretamente el que nos ha tocado vivir en estas primeras décadas del nuevo milenio.

Cuando parecía que las guerras quedarían erradicadas en Europa y en nuestro vecino el Oriente Medio nos encontramos con sendas guerras en que no se está respetando la dignidad y vida humanas ya sea por terroristas autores de monstruosos atentados o por Estados, bien descaradamente totalitarios o incluso alguno que se proclama democrático.

Los medios nos informan de continuos bombardeos sobre personas indefensas, desplazamientos forzosos de poblaciones, privaciones de agua, combustibles y otros suministros necesarios, destrucción de hospitales e ingente número de víctimas, incluyendo muchos miles de niños e invocando, una vez más, la perversa doctrina de que” el fin justifica los medios”, pagando justos por pecadores.

Las pasadas semanas, además, se nos ha recordado, en el reciente fallecimiento de un conspicuo protagonista de la historia en el último tercio del siglo pasado, su ausencia de la más mínima empatía ante brutales violaciones de la vida humana resultantes de sus decisiones políticas. Como ya lo advirtió el eximio intelectual israelí Amos Oz: “el diseño del hombre era bienintencionado, pero fallaron los materiales empleados”.

Esperemos, sin embargo, que la siembra de la Declaración de Derechos Humanos vaya penetrando gradualmente, como lluvia fina o sirimiri y produzca un día un mundo menos convulso y respetuoso con la vida y dignidad humanas, tal como pretendieron sus redactores.