No habrá nunca una puerta. Estás adentro / y el alcázar abarca el universo / y no tiene ni anverso ni reverso / ni externo muro ni secreto centro.

No esperes que el rigor de tu camino / que tercamente se bifurca en otro, / que tercamente se bifurca en otro, / tendrá fin…

(El laberinto, Borges: Elogio de la sombra, 1969)

Quién en momentos de su existencia no ha sentido la sensación de hallarse en un laberinto. El laberinto es ese ancestral símbolo cultural que se activa en momentos cruciales o de crisis en nuestra vida generando perplejidad y turbación pues nos sitúa en la incertidumbre.

El laberinto se manifiesta como un elemento multidimensional sujeto a diversas interpretaciones, todas ellas inciertas. Puede simbolizar un sistema defensivo, ser el receptáculo de algo sagrado o, según Leonardo da Vinci, encarnar el infinito. Suscita interés por su variada realidad representativa afectando a las creencias y costumbres del individuo y del colectivo humano. Si bien el laberinto clásico nos lleva a la conocida leyenda de Teseo en el laberinto de Creta construido por Dédalo. El personaje legendario se enfrenta y mata al Minotauro recorriendo la intrincada ruta, los recodos y los atajos para finalmente dar con la salida gracias al ovillo de hilo –atado a la puerta del laberinto– que le provee su enamorada Ariadna.

Pero sabemos que existen laberintos de muy distinta forma, materia e índole: espiralados, de hierba, piedra, exiguos, complejos, extraños, enigmáticos… y que todos ellos poseen en común un centro guardando la posibilidad y, simultáneamente, la dificultad de hallarlo, un centro que no es sino la salida, el fin del laberinto. Nos muestra lo incontrolable, lo abismal, más allá de las fronteras de la convención y la razón, mas cuando uno es embebido en el mismo laberinto puede que continúe en él como el asno condicionado que atado a la noria la mueve dando vueltas sin cesar, extraviado, sin poder liberarse. Por ello sentir la necesidad de una salida del laberinto nos lleva a asir el hilo de Ariadna.

De la misma manera sucede en la obra Las mil y una noches. En ella el sultán Shahriar en un acto de venganza por la infidelidad de su primera esposa, decapita a las siguientes mujeres una vez se desposaba con ellas hasta que Sherezade le narra cada noche un cuento inconcluso que tendrá su final la noche siguiente. Es el ingenio de Sherezade el que suscitará la curiosidad y socavará la naturaleza lesiva del sultán transformando su odio misógino en amor, saliendo de su propio laberinto. La intriga es en este caso el hilo que le conduce a la liberación.

Así también, Dédalo –arquitecto del edificio– fue encerrado por el rey Minos en el mismo lugar junto a su hijo Ícaro por haber sido cómplice en la huida de Teseo y Ariadna, entonces el laberinto se convierte en prisión, en zona cercada de fronteras cuando uno mismo, incluso sin saberlo, lo autoconstruye en su mente convirtiéndose en sus confusas idas y venidas en caminante-buscador de la salida de ese extraño universo. Es entonces que uno se siente perdido y el recinto se expresa como soledad, confusión cognitiva así como la expresión de un agitado universo emocional. Mas solamente cuando no se arredra y lo reconoce, toma conciencia del laberinto y este se transforma en umbral. Y una vez lo ha atravesado se produce la metanoia, una transformación de la psique del sujeto revelándose en conocimiento lúcido y en novedosa experiencia.

Este complejo arquetipo propicia un viaje a través del universo interior, el vagar humano, el deambular, un devenir con encrucijadas sin fin. Este es un viaje que puede convertirse en un tránsito atormentado de sufrimiento o bien, una vez cruzada la salida, será cuando inicie su ruta a la sabiduría, aproximándose en este caso a un cambio en nuestra madurez psicológica y en la percepción sobre la existencia. El individuo ya no ansiará la inagotable búsqueda que le ha acompañado como sombra resonadora, a veces teñida de temor, otras de curiosidad.

Esta arquitectura constituye un sistema espacial muy frecuente en Oriente y Occidente, podríamos decir una metáfora, que entre otras realidades también expresa las crisis humanas colectivas, los dilemas irresolubles y las paradojas pues propicia lo inesperado en una ruta carente de orientación y mapa. Un periplo de moradores humanos, un laberinto de locos, la nave de los locos, donde se escucha el murmullo del mundo, el fragor de las guerras y la violencia, donde se divisa nuestro modo de vida destructivo con la naturaleza y la desigualdad en las relaciones con los otros.

Sólo el afrontamiento del dolor y del sufrimiento colectivo humano y de lo vivo nos pueden situar ante una realidad que nos aboca a otras formas más sanas de vivir. Es decir, la interconexión, como un puente que atiende a la necesidad de ir a la otra orilla de la ribera del río, de unir dos puntos distantes, que acerca posturas opuestas, de unir lo que ha sido frialdad e incluso enemistad. El puente, al contrario que un laberinto es ese vínculo imprescindible que acerca las relaciones humanas, permite compartir nuevos mundos, palía el dolor y crea nuevos sentidos, asociando e involucrando unos con los otros. Compartir entonces los distintos laberintos es, sin duda, la forma de liberarnos unos y otros.

La autora es doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación