El poeta Mario Benedetti divulgó esta lúcida reflexión: cuando creíamos tener todas las respuestas, nos cambiaron las preguntas. Han pasado unas décadas y nos preguntamos: ¿cuál es la causa para que en los países con niveles de democracia y prosperidad más elevados del mundo, sus ciudadanos estén votando cada vez más a la extrema derecha?

Lo que ha ocurrido en Portugal –ganando la derecha– al cuadruplicar los votos la extrema derecha, no es sino el eslabón de una larga cadena de países que marcan una trayectoria electoral. Ocurre en Francia, Noruega, Suecia, Alemania, Italia, España, Gran Bretaña, Holanda… lugares que gozan de derechos sociales y alto nivel de vida generalizado, en comparación con el 70% del planeta. Una tendencia singular, en el sentido de que las proclamas electorales de las derechas ya no son como antes, es decir, políticamente correctas con promesas y comportamientos electorales moderados para enganchar al ciudadano medio. Ya no hay pudor en anunciar disparates desde que Trump (Estados Unidos) y Bolsonaro (Brasil) se hicieron con el gobierno anunciando todo tipo de restricciones de derechos y amenazas para los más desfavorecidos.

Milei ha completado el escenario de despropósitos en público blandiendo una motosierra en la campaña electoral e insultando gravemente al papa Francisco. Tampoco parece que Trump tenga problemas para presentarse a presidente después de asaltar el Capitolio, estar entrampado en varias causas penales, y condenado en algunas de ellas. ¿Qué está pasando? Porque esta ralea de personajes no es el problema, sino el síntoma; el problema son los millones de seguidores militantes de un sectarismo a gran escala que no trae nada bueno.

Diríase que donde vivimos muy por encima de la media mundial en derechos y libertades, hay disposición a hacernos el harakiri político. Lo lógico parece que fuera al revés, que nuestra calidad media de vida, a veces a costa del Tercer Mundo, fuese un detonante en los países con escasa democracia y menos nivel de vida para presionar a los gobernantes autoritarios a que aprueben un reparto justo de la riqueza y un sistema político democrático. Pero está ocurriendo al revés: quienes disfrutamos del mejor nivel de vida y derechos humanos, empujamos democráticamente en las urnas para desmantelar el Estado del bienestar y cedérselo a autócratas con mensajes populistas de nuevo cuño.

¿A qué se debe este despropósito colectivo? ¿Por qué triunfa el populismo autoritario en estados que gozan de una gobernanza democrática consolidada con derechos fundamentales, incluso para las minorías? El contexto de crisis económica y de descenso del nivel de vida tiene que ver, sin duda; los populistas saben aprovecharse de la amenaza que supone el ritmo acelerado de cambio como el que estamos viviendo, ligado a la necesidad de seguridades primarias, individuales y colectivas.

Una de las claves novedosas es que la extrema derecha europea se postula defensora de los derechos de la mujer –a su manera– mientras estigmatizan al mundo musulmán como amenaza global; saben que el rechazo ha calado en buena parte de los electorados. Tampoco tiene rubor en erigirse defensora de lo católico y del medio ambiente ante la escasez de recursos, defendiendo acapararlos. (Ecofascismo). 

Estamos ante una ola de populismo autoritario con su retórica propia que reivindica el poder legítimo en el pueblo y no en las élites. La extrema derecha de nuevo cuño sabe defender con fuerza la democracia directa cuando les interesa, pero sin pasar por los límites y los controles que conlleva la democracia representativa. Y gozan del apoyo de buena parte de la derecha cuando coinciden sus intereses.

Ponen en valor la seguridad para proteger lo propio ante las amenazas de la inmigración considerada inferior. Los nuevos fundamentalistas alientan las identidades grupales y el miedo al diferente como una amenaza. Se aprovechan también de la profunda crisis de confianza en todas las instituciones políticas y sociales en las que se apoya la democracia liberal. Ellos mismos las desacreditan cada vez que ven la ocasión. En Europa y Estados Unidos crece la abstención y la falta de confianza en la democracia como sistema de gobierno. Aprovechan los casos de corrupción para radicalizar a la población a través de las redes sociales. El mensaje subliminal es que someterse a la democracia no funciona. Sin ir más lejos, en Hungría ya se defiende abiertamente una democracia sin derechos.

No es de extrañar, pues, el aumento de la creciente polarización social que estos movimientos fomentan en su beneficio logrando desacreditar el compromiso y los consensos, fundamentales para el buen funcionamiento de la democracia. Lo suyo es fomentar el miedo desde el cuanto peor, mejor. Incomprensible, pero cierto.