El pasado día 8 se conmemoró en todo el mundo el Día Internacional de la Mujer. Sin embargo, pasó casi desapercibido que ese mismo día de 1924 el Directorio Militar de Primo de Rivera aprobó el Estatuto Municipal en el que, por primera vez, se reconocía el derecho de las mujeres cabezas de familia a ser electoras y elegibles en las elecciones municipales, si bien con limitaciones, pues se excluía a las casadas (no a las separadas) para evitar, según se decía, que surgieran desavenencias en el matrimonio.

Las siguientes líneas dan a conocer la evolución de la postura de los navarros (por razones de extensión solo de los tradicionalistas) sobre el voto de las mujeres.

Los integristas y los carlistas se opusieron al sufragio femenino desde el momento en que surgió el debate acerca de si era o no oportuna su implantación. Ya en un artículo de 1898, pocas semanas después de que el periódico quincenal integrista La Avalancha arremetiera contra la “nueva plaga” del feminismo (“Esta corriente malsana que se manifestó hace bastantes años al grito de ¡viva la emancipación de la mujer!, lanzado en medio de la orgía revolucionaria”), uno de sus colaboradores, tras ensalzar a la mujer hogareña, señaló que “una mujer en un colegio electoral me haría el mismo efecto que una rosa en una escupidera”.

Por su parte, desde su aparición en 1897, el portavoz de los carlistas, El Pensamiento Navarro, mantuvo una postura absolutamente contraria al sufragio universal. Así lo confirmó en 1914 Altobiscar, seudónimo del director de dicho periódico, Eustaquio Echave-Sustaeta: “somos enemigos del sufragio universal, y por lo tanto de la ampliación del derecho electoral a las mujeres (…). Ya que tenemos que aguantar el sufragio universal masculino, votamos decididamente en contra. En eso nosotros somos lógicos”.

Pese a todo, después de la primera guerra mundial, gracias en buena medida a la propaganda del feminismo, los integristas, los carlistas y el conjunto de las derechas fueron modulando su actitud opuesta al sufragio de las mujeres. Además, tras el citado Estatuto Municipal lo defendieron, adaptándose al nuevo estado de cosas, convencidos de que la participación femenina en las elecciones podía favorecerles, se decidieron a impulsarla y trabajaron para evitar que la ampliación del censo beneficiase a sus adversarios ideológicos.

En efecto, la sorprendente decisión de conceder el voto a gran parte de las mujeres, adoptada paradójicamente por el Directorio en 1924, propició que en todos los sectores sociales aumentasen los partidarios del sufragio femenino. Así, El Pensamiento Navarro se hizo eco de las actividades de la Acción Católica de la Mujer en pro de que las féminas estuviesen preparadas para intervenir en los ayuntamientos e informó de que se proyectaba un centro de documentación, estudio e información de las cuestiones municipales relacionadas con ellas. Por su parte, La Tradición Navarra atacó a un periodista de El Sol, por haber criticado la concesión del voto a la mujer con el argumento de que se dejaría influir por “el confesionario”, e incluyó artículos que llamaban a trabajar con entusiasmo en la creación de “Juntas católicas electorales femeninas”.

El cambio que se estaba produciendo en los carlistas respecto al sufragio femenino se puede comprobar en una conferencia pronunciada por Joaquín Beúnza en marzo de 1925, a instancias de la Asociación de Antiguas Alumnas de la Escuela Normal de Magisterio. El entonces exdiputado foral y futuro diputado a Cortes carlista dijo que había elegido como tema central de la conferencia el feminismo, porque después del religioso y el social era el más transcendental. Tras una serie de consideraciones sobre el concepto feminismo, hizo una exposición de la situación de las mujeres a lo largo de la historia. Después resaltó su actuación en la primera guerra mundial, en la que, a su juicio, habían demostrado que no eran inferiores al hombre. Por ello criticó que se le negase el voto y aplaudió la decisión del Directorio de concedérselo. A continuación, señaló que había dos feminismos: uno cristiano y otro sin Dios, que producía “aberraciones anarquistas”, e instó a las mujeres cristianas a enarbolar la bandera feminista para evitar el triunfo del segundo. Asimismo se refirió a la Acción Católica de la Mujer y exhortó, sobre todo al Magisterio, a que actuase “en sentido feminista” y a trabajar para que el voto de la mujer fuera un éxito. Dicha asociación se puso inmediatamente a la tarea para facilitar que las mujeres con derecho a voto fuesen incluidas en el nuevo censo de mayo de 1924, que así llegó a abarcar 27.939 mujeres y 75.163 hombres.

Durante la dictadura primorriverista las mujeres con derecho a voto no pudieron ejercerlo, pues no se celebraron elecciones municipales ni provinciales, reguladas, estas últimas, por el Estatuto Provincial de 1925. De todos modos, la aceptación del sufragio femenino tenía ya plena carta de naturaleza en el tradicionalismo, aunque, además de no contemplar que hubiera mujeres candidatas en los comicios, todavía seguía plenamente vigente la consideración tradicional de la mujer.

De hecho, el propio Joaquín Beúnza, al tiempo que, como jefe de la minoría parlamentaria vasco-navarra, defendía con energía el sufragio femenino en las Cortes de 1931, pronunció una conferencia en el Salón Fémina en Madrid el 29 de noviembre de ese año en la que se refirió a que no había que confundir la plena capacidad jurídica de la mujer con “la capacidad de función, pues está limitada por las características del sexo”. También sostuvo que la actividad política no era lo más importante en las mujeres pues su “fin primordial es el de ser madres cristianas y cuidar de su hogar (…), pero pueden hacer mucho bien actuando en política” .

De cualquier modo, entonces los carlistas empezaron a contar con una serie de oradoras (entre otras, Josefa Alegría, Lola Baleztena, Clinia Cabañas o Aurora Villanueva) casi todas maestras jóvenes, que acompañaron a sus dirigentes en numerosos mítines a lo largo de la segunda República.

Así pues, el pragmatismo político de los tradicionalistas, que les llevó a participar en las elecciones a pesar de su rechazo al sufragio universal, les condujo a aceptar el voto de las mujeres, pero sin cambiar su concepción tradicional sobre ellas.

El autor es profesor honorario de la UPNA