La primera ojeada que hacemos a la derecha de este país, aunque sea superficial, ya produce cierta turbación, pues está en juego una apuesta clara por la libertad y la democracia, o el triunfo de un inaceptable y atroz retroceso sociopolítico. La derecha española tiene un historial poco grato de recordar, pues representa un aciago relato ahíto de maldad, en el que consta un golpe de Estado y una dictadura de la que hábilmente supo amnistiarse a sí misma tras la muerte de Franco, numerosos escándalos de corrupción, la guerra ilegal de Irak y la obscena utilización que hizo del atentado terrorista del 11 de marzo, dejando al descubierto las vergüenzas de un gobierno sin escrúpulos. Y todo ello unido al esperpéntico espectáculo de insultos y falsedades que, con alevosas intenciones, tiene como objetivo lograr el poder sea como sea. Si bien la derecha siempre ha sido fogosa y reaccionaria, su actual giro afectivo, que sitúa a las emociones en el centro de la política, representa el caldo de cultivo óptimo para el incremento del radicalismo, que ha dado lugar a la irrupción de la extrema derecha. Emociones de carácter hostil que emulan la épica de la Reconquista, o de la Cruzada Nacional, y cuyo objetivo es suscitar una engañosa esperanza en un electorado frustrado y resentido contra las formaciones políticas clásicas, ofreciéndole soluciones sencillas y fácilmente entendibles, aunque simplistas e irreales. Los filósofos Guattari y Deleuce, en su obra El Anti Edipo, adelantan ya que una de las posibles catexis libidinales sociales es la que llaman polo paranoico-fascista, que tiene una clara vocación represora en la que se sustenta precisamente el fanatismo.

A juzgar por los resultados electorales, me da la impresión que no se está dando la suficiente importancia al avance de la ultraderecha y a su presencia disruptiva y peligrosa en las instituciones nacionales y europeas. El desprecio de Vox por el discrepante, que el PP aplaude, es alarmante. Su líder, un extremista con barba a lo Cid Campeador y cara cuartelera, hace gala de un discurso desabrido con el que intenta resquebrajar el orden nacional y europeo, lo que implica una nefasta e irresponsable vuelta al pasado. Su pretensión de recuperar soberanía nacional en detrimento de las actuales competencias de la Unión Europea puede suponer devolvernos al aislamiento cultural y económico que creíamos superado. Y esto unido a una elaborada estrategia de crispación y polarización social, articulada mediante mentiras, hipérboles, insultos y actitudes violentas, como las manifestaciones ante la sede socialista de Ferraz o el escrache ante la casa de Pablo Iglesias e Irene Montero son muy preocupantes. Nada bueno se puede esperar de Abascal, Ortega Smith, Díaz Ayuso o Tellado que, rebasando con creces los límites del decoro, utilizan una retahíla de graves insultos contra sus adversarios políticos y muestran una indisimulada alineación con la ideología totalitaria, lo que puede suponer un retroceso de las democracias occidentales y del Estado de Bienestar. Es cierto que vivimos, con cierta pesadumbre, en una sociedad cambiante y relativa, capaz de poner en suspenso el mundo de las verdades requeridas y aceptadas, como son la libertad y la democracia, porque, ante un posible empoderamiento de las derechas, existe la posibilidad de su imparable demolición. No hay nada definitivamente consolidado, pues todo está expuesto a escaramuzas temporales, ya que las ideologías con vocación universal pueden ser fácilmente derruidas en la sociedad líquida de la desinformación. Es inaceptable que en nuestra cultura occidental resistan solo retazos de viejos ideales, trazos de respeto a ciertos principios y residuos de costumbres comunes. En fin, no todo son verdades falsas ni mentiras veraces, por lo que no se puede dejar la libertad y la democracia en manos de la gente guapa de la derecha punk, como la llamó Francisco Umbral, esto es, de una conjura neoliberal, mediática e incluso judicial.

La expansión de la ultraderecha no es inocua en sus consecuencias, pues alineada con Trump, Milei, Meloni, Orban, Le Pain o Netanyahu, ponen en serio peligro los avances conquistados durante muchos años, como la sanidad pública, la educación, las prestaciones sociales, la lucha feminista por la igualdad, la desaparición del espacio Schengen mediante la restauración de las fronteras internas, la agenda 2030, que es una apuesta en favor de las personas y del planeta con la intención de fortalecer la paz universal o la justicia social y la democracia. En fin, a la ultraderecha solo le falta una soflama de Jiménez Losantos en la que se vierta su odio, con el que puedan pastorear a la concurrencia, extremo que hay que evitar a toda costa, convirtiéndola en un cadáver rancio de fascismo.

El autor es médico-psiquiatra