¿Cómo vamos a pedir a las instituciones o a las empresas que valoren a los deportistas con discapacidad si muchas veces nuestro entorno más cercano aún no lo hace?
Esa es la pregunta incómoda que nos vemos obligados a plantear. Porque antes de hablar de patrocinios, visibilidad o inversión, debemos mirar más cerca. A veces, demasiado cerca. Y ahí, en esa cercanía, encontramos algo que no siempre es agresivo, pero sí profundamente desalentador: una mirada condescendiente, infantilizadora, que no nos ve como verdaderos deportistas.
Sí, tenemos la suerte –y es importante reconocerlo– de contar con muchas personas a nuestro alrededor que sí lo hacen bien. Familias, amistades, entrenadores, parejas, que creen en nosotros, que reconocen el esfuerzo, que lo ponen en el lugar que merece. Que celebran una victoria como lo harían si jugáramos en Primera División de fútbol, o si subiéramos a un podio en el campeonato estatal de baloncesto. Pero también hay otras muchas ocasiones en que no es así.
Lo que hacemos –entrenar cada semana, competir, cuidarnos, superar barreras físicas, técnicas y sociales– queda minimizado, no por palabras, sino por actitudes. Por una reacción tibia ante un logro. Por una ausencia de orgullo que sí se manifiesta cuando el protagonista es otro. Por ese silencio que nos grita que lo nuestro “está bien… para lo que es”.
El filósofo y activista Michael Oliver, pionero del modelo social de la discapacidad, decía: “La discapacidad no está en el cuerpo, sino en el entorno que te hace sentir que no vales lo mismo”.
Y esto se ve también en el deporte. Porque nosotros, los deportistas con discapacidad, nos sentimos plenamente deportistas cuando entrenamos, cuando nos concentramos antes de una competición, cuando empieza el partido o la carrera. Ahí estamos en nuestro lugar, ahí somos exactamente lo que somos: atletas, luchadores, personas que se exigen, que se miden, que se superan. Nadie nos puede arrebatar ese sentimiento.
Pero cuando el árbitro pita el final, cuando termina el combate, cuando recogemos nuestras cosas y miramos a las gradas… a veces no sentimos que quienes están ahí nos miren igual. No sienten que han visto deporte con la misma intensidad, con la misma calidad, con la misma pasión que si se tratara de otro tipo de deportistas. Y eso duele. No porque necesitemos compasión, sino porque merecemos respeto.
La nadadora paralímpica Teresa Perales, que ha ganado más medallas que Michael Phelps, lo expresó así: “No quiero que me aplaudan porque lo hago con una discapacidad. Quiero que me reconozcan porque soy una deportista de alto nivel”.
El verdadero cambio no comienza con una nota de prensa institucional ni con una subvención. Comienza en la mirada de quien te conoce. En el comentario que se hace en casa. En cómo una familia comparte o no tu logro. En si alguien entiende que el goalball, la boccia, el atletismo adaptado o el judo paralímpico son disciplinas tan exigentes, tan técnicas y tan emocionantes como cualquier otra.
Solo cuando nuestra sociedad cambie esa mirada –cuando dejemos de considerar el deporte con discapacidad como algo bonito y lo entendamos como lo que es: deporte en toda su dimensión– entonces sí podremos pedir a las instituciones que hagan su parte.
Porque los cambios en las políticas sociales casi nunca son espontáneos. Llegan, en su mayoría, empujados por una sociedad que ya ha cambiado por dentro. Que ya ha dejado de mirar desde arriba o desde lejos. Que ha empezado a exigir coherencia.
Por eso esta reflexión no es una queja, es un llamado. A las familias, a los compañeros de clase, a los entrenadores, a los medios, a los políticos, a las empresas… y, sobre todo, a quienes nos conocen de cerca. Ponednos en el lugar que nos corresponde: el de los deportistas. Ni más, ni menos.
Solo así, con ese respeto en el origen, podremos reclamar justicia en el destino.
El autor es jugador internacional de Goalball y vicepresidente del Club Deportivo para Ciegos de Navarra