Me gusta observar mi alrededor, por ejemplo, cuando estoy detenida en un semáforo, suelo contemplar a la gente que pasea, los coches, el cielo, etc. Y en esas estaba yo esta mañana, en la esquina de una confluida calle de mi Pamplona natal, cuando me he percatado de que había un hombre mayor (soy malísima acertando con las edades, no podría determinar el rango, entre 60 y 80 diremos), pelo cano, gafas grandes, de estatura baja y apoyado en un bastón, con la mano extendida pidiendo monedas a todo el que pasaba. Nadie le ha mirado a los ojos, era ignorado por todos y cada uno de los viandantes; algunos giraban la cabeza hacia el lado contrario, otros se atusaban el pelo mientras seguían con la mirada fija en otro punto que no fuera cruzarse con la del señor, y los más directamente agachaban la cabeza, como incómodos o molestos con esta presencia. Incluso una joven hizo una maniobra rápida de apartarse, porque parecía que iba a chocar con la mano del hombre que pedía monedas para comer algo (leí sus labios), como si el simple contacto con esta persona fuera a contagiarle alguna enfermedad, o su situación. Yo miraba estupefacta, ya que nadie le miraba ni le decía nada, era ignorado por unas cuantas decenas de personas que habrán circulado delante del señor en los escasos minutos que mi semáforo permaneció en rojo, excepto un hombre en bicicleta que le tendió unos euros o céntimos (desde mi distancia era imposible de apreciar el montante) y el que se los daba no parecía que le sobraran, pero no ha podido pasar de largo.

Si no somos capaces de empatizar con las personas que tenemos cerca, en nuestros barrios, en nuestras ciudades, si la pobreza o cualquier otro problema nos incomoda, nos molesta, no somos capaces de mirar a los ojos a nuestros semejantes, pasamos de largo sin dar explicaciones (no las debemos, pero no está de más ser educado), ¿cómo nos va a preocupar el genocidio de Gaza, o las masacres en pueblos de África, o el tráfico de menores en países superpoblados? ¿Cómo vamos a pretender solucionar ningún conflicto, o situación crítica que se produzca más allá de nuestras fronteras si lo que pasa en casa del vecino nos da igual? ¿Cómo vamos a prestar ayuda humanitaria si la humanidad que define al ser humano se va diluyendo con cada generación, como se van secando nuestros ríos y pantanos, así se van quedando nuestros valores, áridos?

Hemos cambiado a Robin Hood que robaba a los ricos para dárselo a los pobres, por una clase política sin clase, la “izquierda” dicen, que roba a los pobres para que los ricos sean más ricos. El que tiene mucho quiere más, a costa de quien sea. Y la población abotargada, mirando vídeos en redes sociales de las vacaciones de la “María” o de “Catalina”, probando tal o cual licor, que combina con el bikini de la marca de moda, y el siguiente vídeo, con letras grandes “Yo condeno el genocidio en Gaza”. Y con este gesto, solucionado, los niños de la franja ya tienen qué comer.

Hay una herida abierta en el mundo, que sangra y que nadie para, y ni lo vamos a solucionar nosotros, ni las decenas de personas que pasaron esta mañana delante del señor sin tenderle no ya una mano, al menos una mirada, ni la comunidad internacional que tenemos, liderada por un señor que gobierna según el ánimo con el que se levante, ni las organizaciones de siglas interminables, con unas cartas infinitas sobre papel mojado, pro derechos humanos, que ni los defienden ni creen en ellos, ni quieren encontrar la fórmula para que el hombre deje de torturar al prójimo. Tampoco lo va a solucionar Europa, esa amalgama de países que un día decidió unirse, luego empezó a resquebrajarse y ahora no sabemos muy bien en qué punto estamos, si a la deriva como el Titanic, o sin rumbo ni timonel, porque nadie levanta la voz para dirigir este barco y acabar esta contienda, y menos ahora en agosto, que son vacaciones, aunque para algunos estén sobrevaloradas (risas de fondo que dicen que reír las gracias a un necio da puntos, que luego puedes canjear por contratos públicos u otros premios).

Y así estamos, y así nos va.