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Ama Lur y Jaungoikoa en la memoria cultural vasca

Ama Lur y Jaungoikoa en la memoria cultural vascaWikipedia

Antropólogos como José Miguel de Barandiaran o Julio Caro Baroja dedicaron parte de su obra al estudio de la religión primitiva vasca. Sus investigaciones mostraron que esta podía definirse como matricéntrica y telúrica: una cosmovisión en la que lo femenino y la tierra ocupaban un lugar central.

La tierra, Ama Lur, era concebida como madre y matriz de todo lo existente. Su encarnación mítica era la diosa Mari, presente en montes, cuevas y paisajes de Euskal Herria. Esta visión no era únicamente un mito religioso, sino también una forma de situar a la comunidad en relación con su entorno: la tierra como origen, sustento y límite. La sacralidad no se encontraba en un espacio lejano y trascendente, sino en la inmediatez de lo natural, en lo que garantizaba la continuidad de la vida.

Con la llegada del cristianismo, esta cosmovisión fue poco a poco sustituida y sincretizada. El Dios cristiano, Jaungoikoa, literalmente “el señor de arriba”, trajo consigo un universo patricéntrico y uránico, en el que lo sagrado se proyectaba en el cielo, en la verticalidad y en la trascendencia. Frente a la Madre Tierra aparecía el Padre Celestial; frente a la horizontalidad comunitaria, la jerarquía y la autoridad. El espacio sagrado ya no era el interior de la montaña ni la fertilidad de los campos, sino el templo orientado hacia lo alto, hacia un dios que residía más allá del mundo inmediato.

Este tránsito no puede entenderse como un simple reemplazo de símbolos. La cosmovisión de un pueblo suele reflejarse en sus formas de organización social y cultural, estableciendo marcos de sentido que orientan dichas estructuras. En muchas tradiciones, las religiones telúricas y matricéntricas tienden a situar lo sagrado en lo cercano y lo compartido, favoreciendo imaginarios más igualitarios. Las religiones uránicas y patricéntricas, en cambio, orientadas hacia lo celeste y trascendente, se asocian con modelos más jerárquicos y verticales. No se trata de una relación determinista, pero sí de una pauta simbólica recurrente que permite interpretar la evolución de distintas culturas.

La oposición puede resumirse en la dicotomía tierra/cielo. La tierra remite a la horizontalidad, la simetría y la reciprocidad; el cielo, en cambio, evoca la verticalidad, la jerarquía y la asimetría. Esta tensión ha atravesado la historia vasca, y en cierto modo sigue presente en la actualidad. Ama Lur nos recuerda la importancia del arraigo, de la cooperación y de la cercanía, mientras que Jaungoikoa simboliza el orden, la autoridad y la trascendencia. Ambos polos han convivido en las instituciones y en la vida cotidiana, unas veces en equilibrio, otras en abierta tensión.

El paso del mundo telúrico al mundo uránico supuso también un cambio en la forma de relacionarse con la comunidad y con la naturaleza. Allí donde lo sagrado se identificaba con la tierra, la organización social tendía a ser más simétrica y basada en la reciprocidad. Allí donde lo divino se situaba en el cielo, la vida social se ordenaba de manera más jerárquica, con estructuras verticales que reflejaban el mismo principio simbólico. Así, la religión tradicional vasca puede entenderse no solo como un sistema de creencias, sino como una matriz cultural que influyó en la manera de vivir, organizarse y entender el lugar del ser humano en el mundo.

Con el tiempo, y especialmente en la modernidad, esta dialéctica no desapareció, sino que se transformó. Los procesos históricos reforzaron las lógicas uránicas y verticales, al mismo tiempo que lo telúrico permanecía como un trasfondo latente. La centralización de las instituciones, la organización jerárquica de la política o de la economía y la progresiva distancia con respecto a la tierra pueden leerse como manifestaciones de esa proyección hacia el cielo. Sin embargo, también han sobrevivido ,y en algunos momentos se han reactivado, formas de vida que remiten al polo telúrico: prácticas comunitarias, concepciones del espacio compartido o vínculos culturales que insisten en la cercanía, la cooperación y la reciprocidad.

En este sentido, la dialéctica entre tierra y cielo adquiere en nuestro presente un significado renovado. No se trata de optar de manera excluyente entre Ama Lur y Jaungoikoa, sino de reconocer cómo ambas dimensiones conviven y se tensionan en nuestras formas de vida contemporáneas. La historia vasca puede interpretarse, así, como un diálogo inacabado entre la tierra y el cielo: entre la horizontalidad heredada del mundo precristiano y la verticalidad consolidada con el cristianismo y prolongada en la modernidad.

En esa tensión aún viva se abre la posibilidad de repensar nuestro tiempo, recordando que lo común y la cooperación no pertenecen únicamente al pasado, sino que forman parte de un legado simbólico capaz de ofrecer claves para el presente. Quizá, en la búsqueda de un nuevo equilibrio entre Ama Lur y Jaungoikoa, podamos reconocer que la tradición no es solo memoria de lo que fuimos, sino también horizonte para lo que podemos llegar a ser.