El debate internacional sobre la ocupación y devastación de Gaza por parte de Israel ha reabierto una discusión que a menudo resulta estéril: ¿quién tiene la autoridad para calificar lo que ocurre como genocidio? ¿Es competencia exclusiva de la Corte Penal Internacional? ¿Debe pronunciarse un tribunal ad hoc? Estas preguntas, repetidas hasta la saciedad, terminan sirviendo como excusa para la inacción. Mientras se discute qué instancia debe pronunciarse, la destrucción de pueblos enteros avanza a plena luz del día. Y el genocidio palestino sigue su curso.

En el caso saharaui, esa coartada no existe. En abril de 2015, un tribunal ordinario europeo, la Audiencia Nacional española, ya calificó como genocidio la campaña marroquí entre 1976 y 1991. El juez Pablo Ruz dictó un auto dentro del sumario 1/2015 que ponía negro sobre blanco una verdad silenciada durante cuarenta años: la violencia ejercida por Marruecos contra el pueblo saharaui no fue un exceso militar aislado ni una consecuencia inevitable de la guerra, sino un ataque sistemático con la intención de destruir parcial o totalmente a ese grupo nacional.

El texto judicial es explícito: “ataque sistemático contra la población civil saharaui por parte de las fuerzas militares y policiales marroquíes: bombardeos contra campamentos de población civil, desplazamientos forzados de población civil, asesinatos, detenciones y desapariciones de personas; todas ellas de etnia saharaui y debidamente individualizadas a dicho origen con la finalidad de destruir total o parcialmente dicho grupo de población y para apoderarse del territorio del Sáhara Occidental”. Con esa formulación, el juez no usaba metáforas ni retórica militante: aplicaba la definición jurídica de genocidio contenida en la Convención de 1948.

Frente al debate estéril que hoy divide a la comunidad internacional sobre Gaza, la justicia española ya habló con claridad sobre el Sáhara. Y su voz sigue siendo una de las pocas reconocidas en Europa que señalan el genocidio sin ambigüedades.

El término genocidio se reserva para el crimen más grave del derecho internacional. La Convención de Naciones Unidas lo describe como “cualquiera de los actos cometidos con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”. No basta con matar: lo esencial es la intención de aniquilar al grupo. Esa intención se demuestra en los bombardeos deliberados contra población civil, en las desapariciones masivas, en la utilización de torturas y violencia sexual como armas de destrucción comunitaria, y en los desplazamientos forzados que marcaron la invasión marroquí de 1975. Por eso, cuando la Audiencia Nacional dictó aquel auto, el concepto de genocidio dejó de ser un reclamo político y pasó a ser un hecho judicial constatado.

El ejemplo más conocido de esa violencia es el bombardeo de Um Draiga, ocurrido entre el 19 y el 21 de febrero de 1976. Miles de civiles saharauis –principalmente mujeres, ancianos y niños– huían hacia el este para escapar de la invasión. La aviación marroquí descargó sobre ellos napalm y fósforo blanco, armas prohibidas por los convenios internacionales. El ataque alcanzó tiendas de campaña, improvisados refugios y hasta un puesto médico de la Media Luna Roja Saharaui. Decenas de personas murieron calcinadas o con amputaciones.

Los años siguientes estuvieron marcados por las desapariciones forzadas. Se estima que más de 400 saharauis fueron arrestados sin cargos y trasladados a centros de detención clandestinos como Agdz, Kalaat Mgouna o Derb Moulay Cherif. Décadas después, la tierra devolvió pruebas que ya nadie puede negar. En 2013, familiares de desaparecidos impulsaron la búsqueda en Meheris, en zona liberada, y hallaron dos fosas comunes con restos de ocho saharauis ejecutados en 1976. Todos presentaban impactos de bala en el cráneo y el tórax. La evidencia científica corroboraba que no habían caído en combate: habían sido asesinados a sangre fría.

El caso saharaui encuentra un eco inmediato en Palestina. En septiembre de 2025, la Comisión Internacional Independiente de Investigación de Naciones Unidas concluyó que Israel ha cometido genocidio contra el pueblo palestino en Gaza. El informe describe asesinatos masivos, graves daños físicos y mentales, y condiciones de vida calculadas para provocar la destrucción física del grupo. Y añade: “Todos los Estados tienen la obligación de poner fin al genocidio, de no ser cómplices en su comisión y de enjuiciar a los responsables. La inacción constituye en sí misma una forma de complicidad”. El paralelismo es evidente: dos pueblos colonizados, dos ocupaciones militares, dos genocidios reconocidos jurídicamente que se prolongan gracias a la impunidad internacional.

Marruecos e Israel comparten algo más que intereses diplomáticos: aplican la misma lógica colonial. Ocupan territorios ajenos, despojan a sus poblaciones originarias, aplican violencia sistemática para quebrar la resistencia y cuentan con la protección de grandes potencias que garantizan su impunidad. No es casual que en los últimos años hayan estrechado lazos en el terreno militar y de inteligencia. Ambos se reconocen en el espejo de la ocupación, ambos saben que su fuerza no proviene solo de sus ejércitos, sino de la complicidad internacional.

La conclusión es clara: el genocidio saharaui y el genocidio palestino son heridas abiertas del presente. Son pruebas de que el derecho internacional existe, pero se aplica de manera selectiva. Son recordatorios de que la justicia no puede esperar más. Porque cada día de impunidad es una victoria para los verdugos y una derrota para las víctimas. Hablar de genocidio saharaui no es una valoración política: es una realidad jurídica reconocida por un tribunal europeo. Y callar ante ello es, también, una forma de complicidad.

Plataforma ‘No te olvides del Sáhara Occidental’