Acaban de publicarse en Francia las memorias del rey emérito. El libro, titulado Juan Carlos I d´Espagne, Réconciliation, ha sido escrito en colaboración con la autora francesa Laurente Debray y aparecerá en nuestro país a principios de diciembre. Como es habitual en estos casos, siempre que se trata de la biografía de un personaje famoso, ya han trascendido a la opinión pública muchos fragmentos del volumen, pasajes relacionados con los episodios más relevantes de la vida del monarca, como la muerte accidental de su hermano menor, su llegada a España, sus encuentros con Franco, su matrimonio con Sofía, su elección como sucesor del dictador, su papel en la Transición, sus andanzas de adúltero o sus corruptelas económicas.

Ya desde el inicio, el asunto empieza mal, y es que el título elegido, sea en versión francesa o española, revela por dónde van los tiros, qué planteamiento sustenta todo el conjunto. Cualquier reconciliación sugiere, por un lado, la existencia de un enfrentamiento entre dos partes producido por distintas causas, en determinadas circunstancias, y, al mismo tiempo, un equilibrio de posiciones, dos formas diferentes pero igual de legítimas de ver algo, de entender algo, de actuar frente a algo. Empleando ese término, escogiéndolo como palabra única para encabezar su libro testimonial, el rey emérito establece una declaración de intenciones, reconoce entre líneas que ha habido un alejamiento, un desafecto entre él y los españoles, y a continuación, sin atribuirse en ningún momento la culpa, sin disculparse por ninguna de sus fechorías, se muestra magnánimo y dispuesto a reconciliarse con nosotros.

Puestos a elegir un único vocablo para la portada, lo cual resulta siempre altisonante y pretencioso en el ámbito literario, este mamotreto habría podido titularse Perdón, o Arrepentimiento, o Confesión, o Expiación, porque en ese caso quizá habría logrado persuadirnos, quizá entonces todo habría cobrado un mínimo sentido. Sin embargo, con ese arranque arrogante y esa gran confusión de salida por parte de su autor, la obra se anula a sí misma, está condenada al fracaso, no a nivel comercial, sino como posible instrumento para conseguir un objetivo en el ámbito de la ética y los buenos propósitos.

Aun así, el desacierto del título, con todo lo que supone, no es el único defecto, la única limitación que arrastran estas memorias. La más importante, la que las convierte en una oportunidad perdida, tiene que ver con el motivo alegado por Juan Carlos I para escribirlas, esto es, evitar que otros se apropien de su historia. Llevado por la necesidad de ofrecer su versión, de tomar la palabra a la hora de contar su vida, el rey emérito ha cometido la torpeza de usar la primera persona del singular. Ha creído que, recurriendo a la forma convencional de abordar una autobiografía, empleando el Yo, cumpliría su deseo de llegar al fondo de las cosas, de convencernos, de granjearse nuestra simpatía, de ponernos de su parte, de contar la verdad.

Si este señor hubiese querido sinceramente practicar un examen de conciencia, trazar un repaso profundo de sus acciones y sus impulsos, de sus afanes y sus debilidades, de sus miserias y sus errores, habría adoptado otra estrategia, otra perspectiva, otra modalidad entre las existentes dentro del género que Vivian Gornick llama narrativa personal. Por ejemplo, habría podido emplear la segunda persona de singular, como Paul Auster en Diario de invierno, pues eso le habría permitido ser mucho más crítico consigo mismo, más incisivo en la exploración de su psique, menos autocompasivo, le habría impedido ser tan victimista como aparece en sus memorias. Y es que el Tú es la voz que usamos habitualmente a la hora de reprocharnos algo a nosotros mismos, es una especie de susurro interpelativo del que es muy difícil escapar, que nos persigue y nos desenmascara con eficacia.

Pero tampoco era esa su única opción, había otras a disposición del emérito. También habría podido recurrir a la tercera persona de singular, como hace Coetzee en Juventud, uno de sus libros autobiográficos. De manera parecida al escritor sudafricano, el monarca, con la ayuda de Debray, habría podido aprovechar las virtudes de esa voz, la posibilidad que ofrece el Él de objetivar la propia vida, de observarse a sí mismo a cierta distancia y entre los demás, como quien sigue los pasos de un peatón anónimo entre la gente; de alienarse para poder verse mejor, para juzgarse sin subterfugios, sin la influencia perniciosa del ego; en definitiva, la posibilidad de desmitificarse.

Incluso, también según el modelo de esa última obra mencionada, Juan Carlos habría podido acercarse a algunos momentos clave de su biografía utilizando el presente en lugar del pasado. De ese modo, a salvo de la idealización y la exageración inherentes al relato en pretérito, fuera del radio de acción de la nostalgia, habría podido regresar al momento y al lugar concretos, volver a situarse en ellos para averiguar qué llevó a ese Él, a ese hombre, a actuar como lo hizo.

Claro que, decidido a ser ambicioso, a realizar un ejercicio de honestidad consigo mismo y con todos nosotros, le habría convenido la fórmula de Verano, otra de las obras testimoniales de Coetzee. Nada mejor que ese juego literario a través del cual un biógrafo imaginario interroga a una serie de allegados del protagonista, ninguna estrategia más acertada para una verdadera autoindagación. Porque, una vez desplegada esa técnica, aplicada al caso que nos ocupa, a las memorias de quien fue rey, esa figura ficticia habría empezado a preguntar por él a todas esas personas, a todas esas criaturas. Habría hecho hablar a su hermano Alfonso sobre aquel instante en la habitación, a solas con el arma de fuego; habría hecho hablar a los profesores del internado sobre la dislexia del muchacho; habría hecho hablar a Sofía sobre las infidelidades de Juanito; habría hecho hablar a Franco sobre la ambición y el servilismo de su sucesor; habría hecho hablar a un puñado de empresarios sobre la codicia del personaje; habría hecho hablar a Corinna sobre su rendimiento como amante; habría hecho hablar a aquel elefante de Botswana, en nombre de todos los que cayeron antes, sobre aquel mamarracho que se atrevía a dispararle, a matarle, que osaba seguir disparando con impunidad a diestro y siniestro. Y entonces sí, entonces, terminada esa ronda de entrevistas del biógrafo, Juan Carlos I se habría conocido del todo, habría sabido por fin quién es.

El autor es escritor