pamplona - Puede que el invierno no llegue, al menos de manera oficial, hasta que el olor a castañas asadas no impregna cada esquina de la ciudad. Tal vez sirvan para anunciar su llegada, entre las calles de Iruña, en sus lugares más emblemáticos y encarnadas por esos entrañables castañeros que, cada año cuando se acerca el frío, intercambian con una sonrisa un puñado de estos preciados frutos que al calor del fuego parecen transportarle a uno a su infancia más ingenua.
El de la Estafeta, Josemi López, es uno de ellos, porque ha formado parte de la estampa de la Pamplona más navideña desde hace 40 años. A sus 59, reconoce que el primer día le dio vergüenza bajar con el carro por la calle Amaya “porque entonces no había nadie”. Le duró poco: ahora asegura que no lo cambia por nada. “Cuando ves que la gente te aprecia, es un trabajo precioso. Sacrificado también, procuras comprar buen género -tiene sus propios distribuidores, de Ourense y Portugal- y no siempre aciertas, pero aprendes. Y compensa”, señala.
Él se solía ir a Suiza a trabajar, cuando llegó de castañero “sólo estaba Martínez, junto a la Heladería Nalia. El de San Nicolás y yo llevamos el mismo tiempo”. Después de haber ejercido como caddy en Ginebra, en un campo de golf, también en el sector de los muebles y en el de la fruta, decidió pedir la licencia. Compra las castañas calibradas (más o menos del mismo tamaño, bastante hermoso), llena un contenedor de agua y vacía dentro los sacos. “Para que las malas suban. Así las quitas más fácil, coges las buenas, las extiendes para que se sequen y les das un corte para que no exploten en el horno”, revela. Son sus trucos. En cada hornada echa dos kilos, que tardan en hacerse diez minutos y consumen, a diario, unos 16 kilos de carbón.
“Pero nunca sabes, a veces te sorprendes con las ventas. Lo que sí es inamovible es que tienes que estar todos los días en el puesto, con tu gente. Porque si falto un día, que no me ha pasado nunca, sé que más de uno me lo reprocharía. Además de que yo estaría dándole vueltas a la cabeza...”, confiesa. Sólo deja su sitio en Estafeta el día 24 porque tiene un compromiso con el Olentzero de Barañáin, para el que asa 120 kilos de castañas que se reparten, con queso y vino, entre los vecinos.
Acude a su puesto pasado San Fermín Txikito, “pero este año la cosecha ha salido tardía, salí dos días y me quedé sin género hasta que me volvieron a suministrar”, cuenta, mientras saluda: “Hasta luego chavala”. El trajín es intermitente pero constante. Un francés se acerca y le pregunta por el precio, a lo que contesta con soltura en el idioma vecino, despachando una docena por 2,80 euros (1,50 la media, precios que se mantienen estables).
“Cada vez vienen más turistas -explica-. Hay quien sólo gasta en batería de móvil para hacer fotos, otros sin embargo...”, dice risueño. “Algunos no las conocen y quieren probarlas, más de uno incluso le ha pegado un mordisco a la castaña con cáscara y todo”. Americanos, canadienses o franceses “ya las conocen. Con los grupos que llegan a la Plaza de Toros, y son muchos, igual uno se estira y otro, por envidia, termina comprando. Pero no es lo habitual”, relata al tiempo que el francés vuelve, ahora acompañado, para reclamar más frutos asados. Duran poco, el tiempo que le cuesta preguntar al castañero por el Paseo de Sarasate.
Caras conocidas Son muchos los que se acercan y le dan conversación, caras amigas que ya son conocidas, auténticos castañeros (de degustación, no de profesión) que le esperan todo el año y txikis a los que ve crecer cada invierno. Familias, jóvenes, parejas y hasta dos mexicanos -les delata un acento que Josemi reconoce enseguida- se atreven con la docena. “En el norte de México y en DF también hay castañas, pero las cuecen en una olla como si fueran palomitas”, revelan los turistas.
Él lo hace a la manera tradicional, con carbón vegetal. “Si no, no saben igual”. Su locomotora, que compró en Estella hace una década (es la quinta que utiliza), da calor, asa unos 25 kilos en un día -“aunque con los primeros fríos la gente se recoge mucho”- y guarda en una especie de capó hasta un par de baterías que le facilitan una fuente de luz cuando el sol se esconde.
Recuerda cuando, hace años, paraban los autobuses junto al Niza. “La gente estaba esperando, hacía frío y se salían de la fila para comprarme castañas. Era una calle más comercial, ahora hay más bares, muchos vecinos se han escapado?”, lamenta. Pero seguirá, como hasta ahora, sin salvar un día.
Trabajó en el bar La Granja, en el Niza, en el Malkoa, y el resto del año vende barquillos en Sarasate. También como vecino del Casco Viejo de Pamplona, es un castañero emblemático, conocido, y se hace querer. “Creo que es por el trato. Me gusta tratar a la gente con naturalidad, y ellos responden igual. Aunque siempre hay quien solo va a lo suyo: no hace falta que me compren castañas, a veces incluso se crea un vínculo de saludo porque hay quien pasa todos los días por aquí a la misma hora”.
-¿Barquillo o castaña?
-“Me quedo con estar en la calle. Mientras vayas sobreviviendo y hagas lo que te gusta, en general la gente se porta bien. Pamplona es una ciudad amable aunque creo que la gente cada día está más sola. No hay que quererse sólo en Sanfermines”, bromea. Las castañas, por cierto, le gustan asadas. “Pero cuando las como con alguien”. Porque puede que al más común de los mortales le recuerde la llegada del invierno, pero para él son un síntoma “de familia, de hogar. De reunirse y compartir”.