Pamplona no era más que una estación de paso para Johanna Moya; un entremés que utilizaba como un descanso de su vida en Ecuador y como motor para tomar impulso y alcanzar su gran sueño parisino. Sin embargo, los devenires del teatro siempre suscitan que uno sepa que tiene que moverse, sin tener muy claro hacia dónde. Ni cuándo va a a llegar. Johanna llegó a la capital navarra hace 13 años con una prolífica carrera profesional –se graduó de Teatro en Madrid, perteneció a distintas compañías, fue la encargada de la gestión y producción de varios proyectos en La Rioja, estuvo en la Escuela Navarra de Teatro y audicionó para formar parte de la School Jacques Lecoq, en donde fue admitida– “y la vida me hizo quedarme, como si mi viaje tuviera que terminar aquí”, comenta.

Fue aquí cuando se divorció de los focos y las tablas y trabajó como camarera durante un tiempo. Sin embargo, cuando “una lleva en las entrañas la pasión por el teatro, te das cuenta de que no puedes hacer otra cosa. Y que tampoco debes”, afirma. Así que abandonó el mundo de la hostelería y comenzó su segunda carrera de Arte Dramático en Barcelona. Allí conoció la técnica Meisne-Layton, que se basa en proponerle al actor una serie de herramientas para trabajar desde la humanidad de los personajes. “En ese tiempo, el profesor Javier Galitó-Cava me enseñó a encontrar mis luces y mis sombras como persona para, luego, poder ponerlo al servicio de los personajes”, cuenta. Mientras tanto, también se formó en Facilitación de Procesos Grupales: “Aquí vi que en colectivo no eres una persona, sino que eres un nosotras. Y eso transforma mucho la manera en la que interactúas con el mundo”, explica.

Cuando llegó el turno de realizar su proyecto final del grado, Johanna tuvo que producir una obra de quince minutos. Al principio, se le ocurrieron infinidad de ideas, pero “mi cuerpo necesitaba otra cosa. En Ecuador, viví con mi abuela y no recibí tratos amables. Me costó mucho poder escribir esta historia porque tocaba por completo mi herida, pero mi mentor me dijo que continuara para conocer qué me quería decir esa abuela”, confiesa. Y lo intentó, al principio de forma errada porque Johanna se imaginaba a la abuela y ella le llamaba “hija de puta”, y ahí terminaba la historia. Sin llegar si quiera al minuto. “A través de la dramaturgia teatral comprendí a mi abuela. Ella estaba viviendo en un sistema patriarcal, racista y clasista; estaba sola; había sufrido violencia de género... De hecho, ella me dijo que me quería proteger y hacerme dura para que nadie me hiciera daño”. Y, poco a poco, se fue cuajando una historia con tintes de realismo mágico, donde el tema principal fue el perdón entre mujeres.

Entre esta obra –La vulnerabilidad de las rocas–, que fue un éxito, y que terminó su segundo grado, a Johanna le empezó a nacer la ansiedad de crear: “¿Y qué tal algo de microteatro?”

Pues manos a la obra. En un intento por devolver el amor y la belleza con la que le habían regalado el teatro, gestó Escenika, una productora de microteatro de “historias que importan” –el nombre es una simbiosis entre los chamanes escénicos de Ecuador, que bajan al submundo en busca de información para sanar al pueblo, y el diminutivo típicamente navarro del término escena–. De esta forma, a partir de unas incubadoras de historias, las personas profundizan en una herida personal y comunitaria con el objetivo de que vean representada su propia historia y, de alguna manera, “sanar. O, al menos, se desnudan los nudos emocionales a través del arte. Para que se encuentren con su herida De hecho, contamos con una chica que es arte-terapeuta para acompañar a los artistas”, explica.

La primera vez que se representa in situ –en Katakrak– es “muy bestia para los artistas porque están viendo en directo su propia historia. Pero luego se liberan. Y el público aplaude como nunca antes había visto porque, a fin de cuentas, se está mostrando una historia que importa, con la que conectas por lo que sea. Que te emociona, te llena o te desarma”. Por otro lado, la ligereza del microteatro permite una dramaturgia más específica: “Se trata de crear y recoger los comportamientos de una vida compartida en muy poco tiempo”, señala.

Así, Escenika –una historia que comenzó con el perdón de Johanna a su abuela– se instaura en Pamplona para dar opciones creativas de cómo depurar el alma. De cómo, con un telón de fondo, se puede pasar de la herida a la esperanza. Y de ahí, al patrimonio universal –y personal– del teatro.