Hola personas, ¿qué tal todo?, seguro que bien o casi bien. Esta semana me he dado un paseo clásico, quería ver el otoño y qué mejor recorrido para sentir los efectos de esta estación que bajar por mi Camino favorito y ver en que situación cromática lo va dejando el calendario. Y ver cómo se encuentra de ánimo tras los tristes y condenables hechos de hace unas semanas.

Veamos cómo ha ido la cosa. Salí de casa a media mañana, cuando la rasca mañanera que hace estos días ya se había suavizado, tomé Carlos III hacia arriba, atravesé La Libertad y por la calle Aoiz llegué a la de Media Luna. Por ella me adentré en la colonia de Argaray que, con todos sus jardines, también colabora al juego de colores que el otoño aporta. Los propietarios son muy celosos de su palacio y está todo bien cuidado. A poco de entrar vi un gran cedro del Líbano, hermoso, alto, empoderado, bien podado, aportando al entorno el verde que le dan sus hojas perennes. En contraste, cerca vi un arbolito de hoja caduca que ya estaba amarillo limón y que se recortaba sobre la blanca pared de la casa, formando un cuadro simple y de gran belleza. Continué por la calle Roncal y en uno de los chalets vi una palmera, lo que me hizo preguntarme, ¿viviría aquí un indiano?, un poco tarde para esa costumbre, más arraigada a final del XIX. Seguí caminando por entre las deliciosas casas que conforman la colonia, la mayoría originarias y bonitas, otras nuevas y profanadoras del original estilo, pero, como no están protegidas, y el dinero manda, pues aquí hace cada uno de su capa un sayo. Llegué a la Media Luna en donde me recibió el profesor Juan Huarte de San Juan, bajonavarro que tanto éxito consiguió, en el siglo XVI, con su obra Examen de ingenios para las ciencias, que contó con numerosísimas ediciones y traducciones. Tras presentar mis respetos al profesor, me acerqué a saludar al gran Sancho III, el Mayor, representado en la obra que Jose Alberto Orella realizase en 2004 y que no sé yo si representa con mediana veracidad la figura de un rey medieval de gran poderío como lo fue el Mayor de nuestros Sanchos. Me acerqué a la barandilla y el espectáculo que de ahí se ve es de los de categoría, que diría mi abuelo. A la izquierda todo el conjunto catedralicio y amurallado emerge como gran nave de un mar amarillo, ocre y verde de hojas y ramas. Tras la catedral las nubes han abierto paso a la luz que ilumina los suaves montes que nos rodean por el norte. Mirando de frente ganan la partida los chopos de la ribera que amarillean todo el cuadro. Me llevé todo en mi teléfono, pasé algún minuto disfrutando de lo que allí se veía y seguí rumbo hacia mi objetivo. Llegué a él y comencé la bajada, vi que algo de maleza ya han limpiado, pero no toda. Queda tajo. Mientras yo bajaba una chica-señora subía acalorada y hablando por teléfono, pero no le hacía falta, sin el móvil también le hubiesen oído allí donde sus palabras iban dirigidas. ¡¡Qué volumen!! Le contaba a alguien los problemas que había tenido en el examen del carnet de conducir, que si se preocupaba demasiado del espejo retrovisor cuando frenaba porque le daba miedo que le diesen por detrás (con perdón). Seguí bajando y viendo y disfrutando. Un arce rojo crecía y se enredaba con un chopo amarillo dando un toque torero al camino con su vestido de grana y oro. Como cada año, las caducas van desnudándose y las perennes siguen tan ricamente vestidas siendo la envidia de sus vecinas. Entre tanto árbol, arbolito y arbusto de hoja pequeña, de repente vi en un lateral las poderosas hojas de una higuera naciente, no hay árbol, apenas unas ramas, pero las hojas han nacido grandes y fuertes y son señoras indiscutibles de la zona. Son como grandes manos cuidadoras de sus pequeñas compañeras. A mitad de camino llegué a la curva donde, parece ser, que unos malnacidos tenían instalado su chalet, no sé si en plena ruta, o un poco bosque adentro, donde se habría una mini explanada muy ad hoc para instalarse medio escondidos de curiosas miradas que incomoden su estancia. El camino estaba triste, yo creo que se sentía mancillado, alterado en su paz y en ese punto de oasis ciudadano, que para muchos de nosotros tiene, y que no van a poder arrebatarnos por mucho que se empeñen. Mi paseo discurrió por un lujoso palacio, su suelo mojado brillaba como el mejor Carrara que pueda tener una gran casa, y, sobre él, las hojas caídas, y anárquicamente ordenadas, (oxímoron), alfombraban, con lujoso sabor, el piso que pisaba. Las paredes policromadas con frescos vegetales de gran variedad de colores y formas daban agradable cobijo al paseante. Antes de llegar a la pasarela me volví a cruzar un par de veces con la chica-señora que seguía al teléfono, y a voz en grito explicaba a su interlocutor/ra los problemas que tenía con los espaguetis y de cómo se los tenía que poner a su niño para que se los comiese. Esta buena mujer, estaba cometiendo un grave delito de contaminación acústica.

Atravesé el río por la pasarela musical y paré un rato en su centro para ver discurrir el Arga que en su lecho transportaba miles de pequeñas y doradas naves, ¿de dónde vendrán? a ¿dónde irán? me pregunté. Luego clavé mis ojos en los árboles del otro lado, río arriba, a ver si veía alguna pelirroja de cola larga subir y bajar por las ramas y cambiarse de árbol en árbol con un pequeño salto, pero no hubo suerte, la fauna estaba escondida. Estarán acojonadas. Una carpa universitaria en los alrededores, deja prudencia para días.

Llegué al otro lado y pasé por la granja de caballos de Goñi, que garantiza la presencia de animales en el paseo, y alcancé los terrenos de la Magdalena que están cada día más bonitos, es una zona en la que se ha sabido combinar a través de los años río, ribera, puentes, casas, huertas y conventos. Con el debido respeto que lo hago siempre, atravesé el puente románico, historia medieval a nuestro servicio. Cuando me disponía a entrar en la vieja infraestructura, un gilipollas, hijo de 7 padres, casi me atropella con su puto patinete. Insisto en que algo hay que hacer con ellos.

Al llegar al otro lado del románico paso, me sonó el teléfono y la llamada me cambió de idea. Yo quería haber seguido por el portal de Francia, pero fui requerido y siendo antes la obligación que la devoción, hube de tomar el camino más corto, así que, por la Calle Playa de Caparroso, llegué al ascensor de la Media Luna que tomé y me escupió frente al fortín de San Bartolomé que estaba para comérselo. Qué bonita es esa zona.

Subí a la calle Aralar y de ahí ya me tocó poner mis ajustes en modo ciudad y empezar el día laboral.

De algo hay que comer.

Besos pa tos. l

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