Corría la primavera de 1989, dos años después del atentado de Hipercor e inmediatamente después de la ruptura de las negociaciones de Argel, cuando el Gobierno de Felipe González comenzó a aplicar la política de dispersión en un escenario donde los presos de ETA se agrupaban en las cárceles de Herrera de la Mancha (Ciudad Real), sobre todo, y Alcalá-Meco (Madrid) o Carabanchel, en el caso de las mujeres. El objetivo era enviarlos a cumplir condena a prisiones a cientos de kilómetros de sus casas y de donde cometieron los delitos para intentar debilitar el control que mantenía la dirección de ETA sobre el colectivo de presos. Pocos años después, Antoni Asunción, uno de los artífices como director general de Instituciones Penitenciarias -luego sería ministro de Interior-, y Enrique Múgica -entonces ministro de Justicia- se jactaban de los resultados obtenidos: “Rompimos la estructura de ETA, su aglutinante en las cárceles y en el exterior, su estrategia de convertir al victimario y a su familia en víctimas”.

Ha tenido que pasar más de una década desde que la banda dejó la actividad armada para acabar con esta excepcionalidad. Un extenso periodo de vulneración de la legalidad penitenciaria reconocida incluso por el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, pero que hoy se seguiría aplicando si la organización terrorista no hubiera depuesto las armas en octubre de 2011. “Si tuviéramos en Cádiz a los presos de ETA, estaríamos incumpliendo la ley”, manifestó recientemente para justificar el final de la política de alejamiento que durante todo este tiempo ha causado la muerte de 16 familiares o allegados en accidentes de tráfico. Un castigo añadido a la condena, que llevaba aparejada también la clasificación de la inmensa mayoría de estos presos en primer grado -el régimen más duro de las prisiones-, y la imposibilidad de acceder a cualquier permiso.

Pese a esta política, el número de reclusos que decidió romper con el EPPK fue ínfimo. A lo largo de los años noventa, los miembros de la banda se repartieron por toda la geografía del Estado, principalmente en centros de Andalucía y Canarias. En aquel 2011 los únicos presos condenados por terrorismo en cárceles vascas eran aquellos que se habían acogido a la vía Nanclares. Apenas una veintena se encontraba en prisiones próximas a Euskadi y, por ejemplo, Andalucía seguía siendo la comunidad con más reclusos de la banda: 156 de 527. De los 137 presos de ETA en cárceles francesas, solo 6 se encontraban en las cárceles más cercanas, las de Lammezan y Mont de Marsan. En 2017 el número de presos se había reducido de forma apreciable: 347 entre las cárceles españolas (270) y francesas (77). La distancia media a la CAV, sin embargo, seguía siendo similar, según denunció entonces el colectivo de familiares de presos Etxerat. De hecho, en noviembre de 2020 el 27% de los presos de ETA seguía estando en cárceles andaluzas. 

punto de inflexión La excepcionalidad no empezó a desmontarse hasta 2018, cuando el Gobierno francés inició una política de traslados a las cárceles galas antes mencionadas. Las decisiones se transmitieron desde una comisión mixta entre el Estado y los representantes vascos. La llegada de Pedro Sánchez a La Moncloa abrió un incesante goteo de traslados que cerró ayer su último capítulo. La estrategia desarrollada plasmaba el acercarmiento de manera gradual. La fotografía es clara: hace menos de dos años, en febrero de 2021, había 191 presos dispersados. La batalla del EPPK se centra ahora en acceder a esos permisos contemplados dentro de la legalidad penitenciaria que, sin embargo, se conceden con cuentagotas.