Uno de los asuntos más pesados a los que nos enfrentamos las personas es cuando contamos un hecho concreto de alguien o de algo, normalmente criticándolo, y nuestro interlocutor invariablemente suelta el clásico Pues mira que mengano o Peor fue aquello del 2017 y no decías nada. Esa clase de actitud que dan ganas de plantarle la parte plana de la carmela en toda la cara. Vamos, que como seres vivos tenemos una muy escasa capacidad de concentrarnos en analizar un único e individual hecho y pocas veces escapamos a la tentación de rendir cuentas, establecer comparaciones o ponernos a nosotros mismos como estrellas invitadas: ¿Cáncer te han dicho que tienes? Cuatro tengo yo. Lo de Maya, por ejemplo. Maya y su bandera. Olvidemos qué bandera es, aunque aquí mismo ya dijera que, aunque no me representan las banderas, la de Navarra sería la que menos repelús me daría, aunque no sienta nada al verla. Pero, en sí mismo, el acto de gastarse 178.000 euros del erario público en poner una bandera tendría que ser una cuestión que tendría que estar en primer lugar impedido por ley y en segundo perseguido por la misma. No puede ser que el poder consista en estas cosas, no puede ser que tras 21 siglos de era cristiana las instituciones públicas aún tengan manos libres para dilapidar los escasos recursos comunes en asuntos que en nada mejoran la vida de los administrados, más allá de suponer un orgasmillo nacionalista para unos cuantos, pues nacionalista es esa bandera tanto como la ikurriña, la española o la belga. No tiene comparación con tomar malas decisiones en asuntos que sí son del espectro que debe de afrontar la política. Si esa bandera la pone una empresa privada no tengo nada que decir, me parece bastante jula pero nada que decir. Pero que vuelen 178.000 de las arcas municipales hace que, como con pocas cosas, me entren arcadas. Es innecesario, anacrónico, estúpido e indecente.