Habida cuenta de que hoy es mi cumpleaños ya he dictado las órdenes pertinentes para que la mayoría de ustedes que tienen la suerte de contar con un trabajo no acudan hoy a su puesto y puedan dedicarse a holgazanear y a leer la sagrada Constitución Española. No me lo agradezcan, son ya muchos años con este poder y ya doy fiesta con tanta naturalidad que para mí es rutina. A lo que iba: la Constitución. Reconozco que no me la he leído. Supongo que el 99% de ustedes, tampoco. Ni ustedes ni el 99% de la población española que según habría que creer a los medios constitucionalistas y partidos y gentes en general serían capaces de matar o hacerse matar por el dichoso papel, papel que no conocen. El caso es que no nos la hemos leído la inmensísima mayoría. Ni, por supuesto, la hemos votado.

Para votarla hay que haber nacido antes del 7 de diciembre de 1960, algo que hoy día solo cumplen el 24% de los españoles, lo que nos dice que tres de cada 4 españoles actuales no han dicho ni Pamplona acerca de la sacrosanta norma, que incluye entre sus artículos el que nos endilga a los borbones y su descendencia. Es una buena trampa que nos metieron doblada los llamados padres de la Constitución –no hubo madres–, la de colarnos de rondón la monarquía y sus cosillas en mitad del tocho grande y la manipulación de la que ahora tiran los monárquicos y los genuflexos para negar un referéndum sobre sí o no a la monarquía: ¡pero si ya se votó y el 91% de España dijo que sí! Claro, en mitad de otros mil asuntos y solo por, recuerdo, una cuarta parte de los actuales ciudadanos españoles. El tema es que estos últimos tiempos a la dichosa Constitución se la menciona mucho, bien para mencionar a los que la tienen como las tablas de Moisés como a los que no, con lo de la unidad de España y todo esto. Igual algún año hago el esfuerzo y me la leo. Pero es que me da pavor qué me voy a encontrar.