El perfil de Dylan Groenewegen se dibuja desde un borrón, desde una mancha que le persigue sin descanso. Es el velocista maldito. El hombre que causó la espeluznante caída de Jakobsen dos años atrás en el Tour de Polonia. Desde entonces, Groenewegen estuvo condenado. Nadie le quería. Señalado. Mientras Jakobsen regresaba con otro rostro después de las intervenciones quirúrgicas (le dieron 80 puntos de sutura en el rostro) a las que fue sometido tras el impacto, a Groenewegen le amenazaron de muerte por provocar el accidente. Fue la otra víctima de aquel episodio. Los dos recorrieron un calvario para el regreso. Groenewegen tuvo que salir del Jumbo y encontrar refugio en el BikeExhange. Pidió perdón por su maniobra suicida, pero se le quedó la marca eterna del culpable. Ni olvido ni perdón.

No había reinserción posible para él. Cumplió una condena de meses sin competir. Despreciado por el resto. Dos años después de aquel esprint diabólico, fatal, Groenewegen salió de las tinieblas para vencer en el Tour. Derrotó por un palmo al líder Van Aert, tercera vez segundo en otras tantas jornadas, y Philipsen en un pulso trepidante, al límite. Groenewegen se estiró más que nadie. La fuerza de los desesperados. Se alargó hasta encontrar la luz que le sacara del mundo de las sombras donde permaneció preso tanto tiempo, con el recuerdo y la culpa arrastrándole al fondo de un pozo negro. Por eso, cuando ganó, los ojos se le llenaron de lágrimas emocionadas. Liberado. “Ha sido más difícil volver a ganar en el Tour mentalmente que físicamente. La victoria es para mi mujer y para mi hijo”, expuso después de la victoria más reconfortante de su vida. La del alivio. Groenewegen se curó en Dinamarca.

Un gentío acompaña al Tour en Dinamarca. Charly López/ASO

BAÑO DE MASAS

Dinamarca entera amurallló el Tour con cientos de miles de aficionados, que lanzaron a Magnus Cort a la aventura. El pelotón, cómplice de ese estado de euforia, le dejó marchar. Nadie levantó la ceja. Catatónicos. Otros, como Rigoberto Urán, su compañero, se disfrazó de vikingo. Esa era su estampa en la presentación de equipos. Ese era el ambiente. Entre el circo y el carnaval. El bigote del danés hizo de guía por las carreteras de su país, atestadas de fervor patrio y alma festivalera. La celebración de la Grande Boucle es una colección de postales. Magnus Cort está completando el álbum. Líder de la montaña en un país sin ellas, vestido con los topos rojos, se asemejaba a un prohombre al que aman las masas por el mero hecho de ser danés y estar ahí. Jamás nadie ha sido aplaudido tanto y durante tanto tiempo. Ni las ovaciones de los grandes tenores en los mejores escenarios del mundo tuvieron jamás un eco similar. Cort no tuvo que dar el do de pecho.

El público lo tenía en el bolsillo, entregado como los fans que acuden a los conciertos para cantar a voz en grito las canciones de sus ídolos. Cort era el rey del karaoke. Repletas las cunetas de grupis, Cort se paseaba feliz en bicicleta y hacía dichosos a los daneses, que envolvieron el Tour con sus decenas de miles de banderas. Un regalo en rojo y blanco. La dádiva la empaquetó el pelotón, que no hizo absolutamente nada cuando Cort se impulsó desde los tacos de salida. Ningún dorsal, ni los de los jornaleros, los de los humildes que respiran en las estructuras invitadas, asomaron para no molestar al tumulto, al jolgorio. El danés miró para atrás y cuando giró el cuello para encarar el frente acumulaba una renta de más de cinco minutos ante la absoluta desidia del pelotón, que decidió apuntarse a la fiesta. Huelga de piernas cruzadas. La competición, para más adelante. Viva la juerga. ¿Quién será el Magnus Cort en la Grand Départ del Tour en Bilbao?

ACELERACIÓN Y CAÍDA

Llegó un momento en el que el desfile de Cort, puro confeti, finalizó después de rodar por un pasillo infinito de compatriotas. Cort corrió con millones de piernas. Apagado Cort, se activó la carrera, al menos lo suficiente para que se asemejara al Tour, a su architemida primera semana, esa que se escribe con la tensión y los nervios para atemperar los tres días del orgullo danés. Los equipos de los jerarcas y los velocistas tomaron el frente aunque sin demasiado entusiasmo. El pelotón, un acordeón, abrió el fuelle y ocupó la carretera de este a oeste. De punta a punta. Descontando kilómetros hacia Sønderborg. Tadej Pogcar era uno más en el convoy del Jumbo. El esloveno se encoló en la grupa del equipo que se supone que pretende retarle. Si no puedes con el enemigo, únete a él. Pogacar aprovechó el rebufo. Para qué desgastar a los suyos si le llevan en carroza los corceles del Jumbo.

El sol perdió fuerza. De repente, el cielo, tal vez triste porque el Tour se despedía de Dinamarca, se pintó de gris. Las nubes, que parecían proscritas, expatriadas, regresaron al paisaje. El estuco de la inquietud brotó en el final. Una llamada a las caídas. En la tripa del pelotón se enredaron los hombros y las bicicletas. Se cortó el pelotón, taponado por la montonera. Se desataron los nervios. Impulsos y arrebatos. Las prisas y las urgencias tiraban. Zafarrancho. Todos peleando por cada pulgada del terreno. Mi reino por una baldosa de espacio. El baile frenético. La liturgia del caos. El Quick-Step formó su columna. Los relevistas de la velocidad. La hambrienta manada de lobos.

GROENEWEGEN SALE A FLOTE

Una reunión de kamikazes. Estampida. En la recta de meta, apretando el público, apurando el último sorbo de Tour en Dinamarca, se midieron los más rápidos en las distancias cortas, en el vértigo, en el cable del funambulista. Allí se reunieron Van Aert, que todo lo pelea, Groenewegen, el reo, y Philipsen. Jakobsen perdió el sedal. El belga tomó la delantera mientras Sagan se las tenía tiesas con Ewan cerca de las vallas. El eslovaco, el viejo rey, aún marca territorio. Van Aert, como le sucedió la víspera, vio la victoria a un dedo. A un palmo. Se estiró a por ella, pero de la nada, desde el olvido de los proscritos, surgió el empeño de Groenewegen. El neerlandés que con una maniobra temeraria pudo acabar con la vida de Jakobsen, encontró la rendija para regresar y ganarse, al menos, un puñado de afecto. La emoción del logro le obligó a sentarse en la carretera. La emoción, a llorar. Al fin, Groenewegen encontró la redención y la paz en el Tour.