Ser campanero es “un oficio sin beneficio”, ha confesado José Javier Urdíroz, presidente de la Asociación de Campaneros de Navarra. Se trata, según ha descrito, de una especie de vocación o de gusto por preservar el patrimonio que viene de siempre: “Me gusta decir que las campanas eran como el WhatsApp de la Edad Media, ya que avisaban cuándo se abrían las puertas de la ciudad, cuándo moría alguien o, incluso, para vender terreno. Comunicaban de todo a la gente”, ha expresado. 

Sin embargo, esta tradición se ha perdido con la aparición de la tecnología en detrimento de lo manual. Por eso, desde hace seis años la asociación celebra diferentes encuentros por las ciudades para reivindicar su labor, antes imprescindible. En esta ocasión, se han aprovechado de la quinta misa de la escalera para que las campanas de San Lorenzo se escucharan por toda Pamplona.

“Desde la asociación queremos hacer una labor de conservación de los toques y repiques que se escuchaban en Navarra. Para ello, hemos realizado una exhaustiva encuesta para recuperar y dejar constancia en una página web de cómo eran las formas que se tocaban antes”, ha contado el presidente que, además, lleva siendo el campanero de Artajona desde hace 20 años. Por otro lado, ha añadido que el auge de las campanas automáticas ha provocado que “todo suene igual. En cambio, cuando se hace a mano se escucha muy distinto. Si hace bochorno, difícil llevar el ritmo y si uno no está triste mientras toca, también se nota. Esta humanidad es lo que hace bello el oficio”.

Durante el acto central, celebrado en la Plaza de Recoletas, se ha caído una de las campanas a pie de calle que se iban a utilizar para la ezkilparta, una fusión de este instrumento con la txalaparta. Todo comenzó después de un concurso de repiques en el que apareció un txalapartari a tocar las campanas y dijo que no había mucha diferencia en la percusión; tan solo algún sonido distinto. “Hemos querido probar para ver cómo sale”, ha explicado.

Suena el pasado y futuro

Cuando convergen el pasado y futuro de una tradición, los ojos de quienes lo ven se vuelven tiernos y pretenden inmortalizar lo sucedido. Esto es, precisamente, lo que ha ocurrido cuando Tomás Gamboa, de 84 años, y Max Spinu, de 13, han tocado conjuntamente una de las campanas. Para cuando Max comenzó con este oficio, cuando tenía 9 años, Tomás ya llevaba alrededor de 60 años dedicado a su vocación. Comenzó porque el sacristán visitó Arruazu, su pueblo, y su padre le animó a tocar las campanas. Lo hizo tan bien que le apuntaron a un campeonato en Villava. “Gané. Y al segundo año, también. Luego la gente no me dejaba participar porque pensaban que volvería a salir victorioso”, contó. Para él, encontrarse solo en el campanario simboliza “un encuentro íntimo. Estaba en la torre solo con mis campanas. Y, dependiendo de cómo me sentía, contaba una cosa u otra”, ha recordado con nostalgia.

Frente a toda la vida de Tomás Gamboa, Max Spinu, de origen moldavo, acaba de comenzar su trayectoria hace unos pocos años en la iglesia de Olazagutia: “Ángel Herrero me invitó a ver a los campaneros. Me gustó tanto que, desde ese día, voy todos los domingos a tocar”, ha explicado. Todo lo que sabe se lo debe a su maestro, aunque se han ido sacando nuevas melodías que, de vez en cuando, se anima a tocar. Para él, este oficio representa “un mensaje para la gente. Tenemos que cumplir siempre para que sepan cuáles son los eventos que ocurren en el pueblo. La sensación que tengo es inexplicable. Me gusta mucho, de verdad”, ha señalado. Aun con la precocidad con la que se ha sumado a la asociación, Max desea que ser campanero sea, como para Tomás, el trabajo de su vida: “Creo que es mi misión”, ha concluido con una sonrisa.