No he estado nunca por tierras de Catar, ni tengo intención alguna. Para empezar porque esa estética hortera y exagerada en la ostentación del dispendio inútil de su riqueza con que se lucen a sí mismas las dictaduras islamistas del Golfo no me interesan nada. Me resulta desagradable de ver como para vivirla en directo. Tampoco –menos aún–, para asistir a un Mundial de Fútbol que nace de origen apañado por el inmenso peso de la corrupción y los sobornos. Catar organiza este surrealista campeonato solo porque puso en los sobres de pago más dinero que otros aspirantes a ello. Nada más. Y si el comienzo ya deja todo que desear, el camino solo podía ir a peor. Si Catar pretendía expandir su versión idílica como imagen por el mundo, el resultado ha sido regulín.

Ha invertido mucho dinero en mostrarse como un país rico y moderno, pero no ha podido evitar que se haya conocido la realidad de un régimen en el que la explotación laboral, la discriminación racial, la inexistencia de derechos para las mujeres, la ausencia de libertades al margen de unas elites ridículas y la violación sistemática de los derechos humanos forman parte de su esencia. Sé que esta mezcla oscura de negocio y deporte no tiene barreras. Que Catar no es una excepción en la capacidad de pagar millones de dólares para los grandes eventos deportivos como excusa para mirar hacia otro lado y dejar de lado los principios humanistas mínimos.

Es habitual que el negocio del deporte tenga mucho más peso que los valores democráticos y los derechos humanos. Ha pasado con los Juegos Olímpicos –basta recordar los de China–, en repetidas ocasiones. Nadie duda ya que las grandes instituciones del deporte internacional son nidos de corrupción y despilfarro. Desde el Comité Olímpico Internacional hasta la FIFA. Tampoco hay que irse tan lejos. Con ver la deriva de la Liga de Tebas o la crisis permanente en que vive la Federación Española de Fútbol presidente tras presidente desde los tiempos de Porta hasta los de Rubiales ahora es suficiente. Se trata de eso, de que el deporte se ha convertido en otro de los grandes negocios en los que chapotea el actual capitalismo especulativo y ahí vale todo. Hasta dejar morir a más de 6.000 trabajadores construyendo estadio de fútbol –y miles más heridos o lesionados abandonados una suerte de vida de miseria–, para utilizar durante un par de meses en un país en el que el fútbol es casi nada. Tengo la ventaja con este Mundial de Catar que hace ya mucho que me desconecté del fútbol en general, excepto, claro, Osasuna, algún que otro equipo de este país y algunos partidos de las categorías regionales. Tampoco seré un tele espectador para contar en las audiencias.

De las grandes marcas patrocinadoras de este desaguisado, hace tiempo que no forman parte de mi día a día. Tampoco voy a hacer la porra. Es una mezcla de ambas reflexiones: no me gusta por qué terrenos deambula el mundo del fútbol hoy y me gusta menos, me parece indecente en realidad, la sumisión fácil al chantaje de la pasta de un lugar como Catar. Y me indigna aún más la facilidad con que las democracias occidentales, las que lucimos como bandera la defensa de los derechos humanos y el valor de la democracia como sistema de convivencia, se bajan los pantalones con ambas cuestiones según dónde, cuándo, con quién, para qué y cómo. Sin más.