Leo la columna ¿Sumisas sexuales? de Ana Ibarra Lazkoz y se la mando a I porque el otro día me comentaba una cuestión colindante. I es psicóloga. Ella y otras colegas llevan un tiempo detectando el aumento en sus consultas de chicas de entre veinte y treintaypico años que llegan cargando el malestar de relaciones insatisfactorias. Han crecido con el boom del feminismo de masas, conocen y tienen integrados los conceptos necesarios para identificar situaciones de alerta, líneas rojas, intentos de control y, sin embargo, mantienen relaciones donde hay una clara desigualdad que juega en su contra.

En estas mujeres opera una doble desazón. La provocada por la situación que viven en sus relaciones y el peso de saber que en los momentos iniciales ya habían vislumbrado algo que no cuadraba, en forma de duda o temor difuso, de incomodidad o de casi certeza. En cualquier caso, no tardaron en poner nombre a lo que estaba pasando.

I pone un símil. Imagínense que entran en una casa. Así, de primeras, la casa les parece un poco oscura, no acaba de convencerles, pero piensan, bueno, todo tiene solución, se puede abrir una ventana. El caso es que pican con todas sus ganas y la luz sigue sin entrar porque el agujero que tanto esfuerzo les ha costado abrir da a un muro que la tapa.

Muchas de estas mujeres expresan que la alternativa es clara, o pasan por el aro y hacen como que no ven o renuncian a tener experiencias sexuales, afectivas o de pareja. Tenerlas es, obviamente, una aspiración legítima, pero no son pocas las que, visto el panorama, no tienen excesivas ganas de volver a intentarlo.

¿Qué se puede hacer?, pregunto. I y sus colegas no ven más solución que un cambio en los hombres. Parece bastante sensato.