Todo en el ya célebre y muy comentado caso de Ana Obregón provoca una mezcla de molestia, lástima, aborrecimiento y la mayor parte de las sensaciones que tienen que ver con el asombro de ver qué cosas es capaz de hacer alguien que no está bien tras la muerte de un hijo –en lo que es un trago difícil de asumir por nadie– y lo que es capaz de permitir este mundo a ese alguien, una especie de no hay reglas de ninguna clase si usted tiene los caminos y los billetes necesarios. No soy quién para juzgar a Ana Obregón, ni a meterme en su piel. Me resulta muy sencillo criticar una situación en la que no he estado ni en la que espero no estar, así que prefiero obviar la opinión fácil, más allá de que, lógicamente, esté en contra de que existan vientres de alquiler en la medida en la que cuando hay transacción económica de por medio la situación se convierte en lo que se convierte y es un modo más de explotación de mujeres por parte del mercado de todo vale.

Lo que, no obstante lo anterior, sí que me atrevo a comentar es el tema de la edad, algo que dicho sea de paso también me espanta cuando veo a esos normalmente famosos sexagenarios o septuagenarios o incluso octogenarios siendo padres alegremente con, lógicamente, mujeres mucho más jóvenes. Siempre me ha parecido de un notable egoísmo, el poner por delante el hecho de querer ser padre ante el hecho impepinable de que tu hijo o hija va a tener un padre que te saca 70 años. No sé, ni siquiera es el hecho de que igual ni les ven cumplir 18 años o que no puedan tirarse al suelo con ellos –muchas personas más jóvenes no pueden y no pasa nada, son padres y madres fantásticos– como la idea misma de lo que supone tener un hijo o tener un padre o una madre, alguien que supone tu raíz en el mundo y al que necesitas ver sano o sana y capaz de protegerte de todos los peligros. Alguien inmortal que está ahí para cuidarte.